Esta parece ser la misiva desde Bruselas, en respuesta al cataclismo que ha desatado el coronavirus. Y el mensaje que se lanza a todos y cada uno de los Estados miembros, así como al resto del mundo, no es el de una mayor Unión, sino el de la (des)unión europea.
Poco más puede extraerse de la tardanza con que las instituciones europeas han articulado un plan de choque que, una vez revelado, se antoja insuficiente. Tarde y mal. Mal, porque la aprobación de la semana pasada de la movilización de 37.000 millones de euros (inicialmente fueron 25.000 millones) para ayudar a pagar las 27 estrategias distintas de los 27 Estados miembros no es sino lanzar un chaleco salvavidas a una multitud que grita despavorida “sálvese quien pueda” ante el inminente naufragio. Es más, estos fondos estructurales (de los que a España le corresponden 4.175 millones) meramente contribuyen a financiar, junto a otras partidas solicitadas al Banco Europeo de Inversiones, la estampida anárquica comunitaria en la que los países miran hacia dentro y sus ciudadanos a sus respectivas capitales, no a Bruselas, que ni está ni se la espera.
Adicionalmente, a estos fondos se le suma la segunda gran propuesta de la Unión Europea, en vigor desde anoche, que ha sido el cierre de la frontera exterior de la Unión salvo para la adquisición de alimentos y medicamentos, y la limitación de los todos aquellos desplazamientos que no sean esenciales. Lo que no se hizo durante la crisis de los refugiados, ahora es una realidad en un movimiento que iguala a los razonables y a los no razonables, a los tolerantes y a los no tolerantes. ¿El motivo? El miedo. Miedo al virus, y a sus repercusiones sanitarias y económicas en uno mismo y en su entorno (desde su contexto más inmediato hasta la sociedad en su conjunto). Miedo ante el gravísimo peligro que la pandemia supone para un bienestar sin precedentes que dábamos por sentado y que ahora se tambalea.
Y tarde, porque lo que podría haber sido un plan de previsión y contención, es ahora uno de reparación y recuperación, fruto de la soberbia de las democracias liberales y, en lo que concierne a España y a Europa, de la descoordinación de una Unión Europea tanto inerme como inerte. Por ello, es razonable que se haya optado por la adopción de medidas a nivel nacional, diseñadas a la medida de las necesidades de cada país como la única alternativa viable para luchar (y superar) esta crisis. De nuevo, todos (nacionalistas, globalistas y el resto) miran suplicantes a sus países, no a Bruselas, en busca de protección y auxilio.
Así, la Unión vuelve a flaquear por segunda vez en veinte años. En la Gran Recesión de 2008 nos salvó Mario Draghi y sus archiconocidas palabras con las que salvó al euro: “Whatever it takes”. Ahora hay otros que se suman a la retórica como mecanismo eficaz para solucionar crisis. Así, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, aseguró la semana pasada que la UE “hará todo lo que sea necesario para apoyar a los europeos y a la economía europea”; y Pedro Sánchez ha señalado en las últimas ruedas de prensa que “haremos lo que haga falta, cuando haga falta y como haga falta”. Entonces bastaron las palabras, pero en esta ocasión quizá haga falta algo más. Algo que les aseguro no son los 200.000 millones de euros del plan de choque económico del Gobierno de coalición. Cuantía que, también les aseguro, no pagarán ni Bruselas ni Madrid, sino ustedes y yo.