El libro que más influyó en la difusión de las nuevas ideas económicas en el continente europeo en las primeras décadas del siglo XIX, no fue La riqueza de las naciones de Adam Smith, sino el Tratado de economía política de Jean-Baptiste Say. En España se publicaron al menos seis ediciones de esta obra -con traducciones diferentes- entre 1804 y 1836; y durante este largo período de tiempo el Tratado fue la obra de referencia para quienes querían estudiar economía política.
Say nació en Lyon en 1767 y, tras leer el libro fundamental de Adam Smith, decidió dedicar su vida a la economía. La primera edición de su Tratado apareció en 1803; y causó a su autor, por cierto, no pocos problemas ya que parece que la obra no fue del agrado de Napoleón, quien destituyó a Say de su cargo en el Tribunado, tina de las Asambleas creadas por la constitución del Consulado. En 1814 se publicó la segunda edición, que su autor dedicó al zar Alejandro I de Rusia, uno de los grandes enemigos de Napoleón.
El Tratado es una obra de contenido muy amplio en la que se estudian los principales problemas económicos de la época con una visión liberal en la línea que treinta años antes había marcado Smith. Pero el libro contiene algunas aportaciones de mucho interés, como la relevancia que en él se presta la figura del empresario. E incluye, además, un capítulo especialmente relevante que merece un comentario especial. Se trata del capítulo titulado De las salidas (DesDébouchés) en el que se presenta la teoría que en la literatura económica se conoce aún hoy como ley deSay. El punto de partida de esta teoría es que, aunque los comerciantes suelen quejarse en épocas de crisis de que frita dinero en la economía, el dinero no desempeña un papel muy importante en estos fenómenos, ya que, en realidad, las mercancías se cambian por otras mercancías, no por dinero. Por lo tanto, cuantas más mercancías circulen en un mercado más fácil será que un determinado empresario pueda encontrar clientes para las suyas. La conclusión es que no tiene sentido habl arde crisis por sobreproducción o por insuficiencia de consumo. Tal cosa podría producirse sólo a corto plazo y en algún sector concreto; pero nunca en el conjunto de la economía, ya que los precios se ajustarían en cada sector cuando se registraran excesos de oferta o de demanda.
El libro le costó su cargo en el Tribunado a Jean Baptiste Say, que fue destituido por Napoleón. La idea de Say tiene precedentes importantes en las obras de Turgot yy Smith, que desarrollaron claramente la idea de que no existe el ahorro ocioso, va que aquella parte del producto que no se consume se dedica a la inversión. En consecuencia, una elevada tasa de ahorro favorece el crecimiento económico al permitir la formación de capital y, por tanto, una mayor renta futura. Pero este planteamiento no ha tenido una aceptación generalizada entre los economistas y ha sido objeto de amplios debates desde el momento de su formulación hasta nuestros días. Ya a principios del siglo XIX Malthus criticó a Say con el argumento de que no atribuía la relevancia suficiente al mantenimiento de un nivel elevado de consumo copio factor del crecimiento económico; y no dudó en defender incluso el consumo suntuario, como fórmula de mantener un nivel elevado de demanda agregada en una economía. Y más de cien años después, Keynes elaboraría su crítica más agresiva a la teoría clásica desde el rechazo a la ley de Say, argumentando que la insuficiencia de demanda efectiva puede ser la causa determinante de las grandes crisis económicas; y así explicó, por ejemplo, la gran depresión de la década de 1930, que le tocó vivir directamente.
De hecho, podría escribirse una historia del pensamiento económico clasificando a los diversos autores en función de que aceptaran o no los principios de la ley de Say. Entre los primeros estarían Smith, Ricardo, Mill y, en opinión de Keynes, también Marshall, Edgeworth y Pigou; y, en el marco de la teoría del equilibrio general, Walras. Entre sus adversarios, los mencionados Malthus y Keynes, junto con Sismondi y algunos economistas marxistas. El teína sigue hoy abierto al debate. Pero se puede afirmar con seguridad que la idea de que la revolución keynesiana consiguió enterrar para siempre la ley de Say es claramente errónea.