¿De que depende la prosperidad de una sociedad? De sus instituciones. Es decir, del conjunto de normas y hábitos que prevalecen en su interior y que estructuran los términos de la cooperación entre sus ciudadanos. Aquellos países con instituciones más inclusivas y favorecedoras del comercio tienden a ser mucho más ricos que aquellos países con instituciones más extractivas y represivas del comercio. Internacionalmente es sencillo observar esta correlación entre prosperidad y libertad económica a través del famoso Índice de Libertad Económica elaborado cada año por la Fundación Heritage: las sociedades que encabezan el ranking de libertad (Hong Kong, Singapur, Suiza, Nueva Zelanda o Australia) también se encuentran entre los países más desarrollados del planeta y, a su vez, las sociedades en la cola de la clasificación (Corea del Norte, Venezuela, Cuba, República del Congo o Eritrea) se hallan en el grupo de países más pobres del planeta. Pero tales correlaciones entre libertad y prosperidad no sólo aparecen entre países, sino también entre las regiones de un mismo país.
Hace ya unos años, varios economistas españoles reprodujeron dentro del think tank Civismo el Índice de Libertad Económica para las distintas autonomías españolas y su resultado no fue especialmente sorprendente a tenor de la evidencia internacional: las regiones más económicamente libres gozaban en términos generales de mayor renta per cápita, mientras que las regiones menos libres tendían a ser también las más pobres. Andalucía era, en el año 2015, la segunda autonomía menos libre del país.
¿Por qué la región exhibía unos resultados tan deficientes en materia de libertad económica (y consecuentemente en su prosperidad material)? Las causas cabe buscarlas en prácticamente todas las variables que determinan este indicador: baja libertad comercial, educativa, medioambiental y sanitaria, baja movilidad laboral por parte de sus ciudadanos y una administración sobredimensionada en gasto público, empleo público e impuestos.
Esas son las áreas en las que el nuevo Ejecutivo andaluz debería tratar de trabajar: liberalizar la economía y adelgazar lo suficiente la administración como para poder bajar intensamente los impuestos. A la postre, Andalucía es bastante más pobre que el resto del país (su renta per cápita a finales de 2017 no alcanzaba los 18.500 euros anuales frente a los 25.000 del conjunto de España o a los 33.800 euros de Madrid) como consecuencia esencialmente de dos factores: una baja tasa de empleo (la tasa de empleo de Andalucía a cierre de 2018 era del 43%, frente al 49% del conjunto de España o el 54% de Madrid) y una deficiente productividad media (la producción media por trabajador es de unos 51.500 euros anuales, frente a los más de 73.000 euros en el caso de Madrid). Así pues, ¿cómo elevar la tasa de empleo y la productividad?
Facilitando la creación de una más abundante y potente red de tejido empresarial, para lo cual es a su vez necesario atraer (y no repeler) la inversión privada: a saber, minorar la carga regulatoria y la carga fiscal que recae sobre el empresariado andaluz. Más libertad económica, en suma: eso, y no más transferencias del sistema de financiación autonómica que sólo anestesian las reformas que la administración regional ha de emprender urgentemente, es lo que necesita Andalucía para crecer más rápidamente que el resto de España y, en consecuencia, converger con ella en términos de renta cápita. No será una misión fácil (porque además la Junta no posee todas las competencias necesarias para abrir la economía regional: pensemos simplemente en la normativa laboral o la tributación empresarial, campos en manos del Gobierno central) pero sí es la gran tarea pendiente de la Junta desde hace 36 años. Ojalá, ahora sí, se pongan manos a la obra.