No va a ser fácil diseñar una política económica coherente en España a lo largo del próximo año, si finalmente se forma un gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos. El programa de este partido y las condiciones que la Unión Europea va a imponer a un país que, ni siquiera en los últimos cinco años de bonanza ha sido capaz de equilibrar su presupuesto y reducir de forma significativa su deuda pública están demasiado lejos como para poder encontrar fácilmente una solución de compromiso. Es verdad que la Unión Europea no es –en contra de lo que con frecuencia se afirma– un modelo de rigidez y ha mostrado en muchas ocasiones una tolerancia bastante grande ante el incumplimiento de las condiciones de estabilidad por parte de algunos de sus miembros. Y es cierto también que los candidatos de Podemos a ser ministros tienen tantas ganas de ocupar el cargo que seguramente estarán dispuestos a aplicar sus principios con una flexibilidad que hace no mucho tiempo habría sido impensable. Pero las diferencias son sustanciales, sin duda alguna.
Además, las soluciones que, para cuadrar el círculo, ha considerado el gobierno en funciones en los últimos meses difícilmente pueden ser tomadas en serio. Casi nadie cree –probablemente ni el mismo gobierno– que los nuevos impuestos que se han propuesto van a tener la capacidad recaudatoria que se les atribuye. Y los programas de ampliación del gasto público, si finalmente se llevan a la práctica, van a hacer más difícil la reducción del déficit en el actual contexto de suave –pero sostenida– desaceleración de la actividad económica. También es probable que experimentemos, en un plazo relativamente breve, los efectos negativos de la derogación de una parte sustancial de las dos últimas reformas laborales –la del PSOE y la del PP– y de la anunciada subida del salario mínimo, que se han planteado en las negociaciones del pacto. Todo ello reducirá de forma significativa la creación de empleo, con los efectos que esto puede tener no sólo sobre la coyuntura, sino también sobre el gasto público, la recaudación fiscal y las cotizaciones a la seguridad social, lo que hará más difícil para el gobierno explicar en Bruselas el sentido de su política económica.
Pero esto no significa que la situación vaya a ser insostenible en el corto plazo. Es importante señalar que algunas de las medidas más perjudiciales para la economía española que se han anunciado no van a tener consecuencias claras desde el primer momento. En el caso de la subida de las pensiones, sus efectos se verán reflejados, ciertamente, en un crecimiento del gasto y en mayores problemas para equilibrar el Presupuesto; pero esto ocurrirá de manera paulatina y no van a afectar de forma significativa a la política económica del Gobierno en sus primeros meses o incluso años. Y algo similar podría suceder con otras medidas, como las propuestas de regulación del mercado de alquileres, por citar un ejemplo relevante. Si tales medidas llegaran a aplicarse, causarían, sin duda, daños muy graves en el sector; pero sus efectos negativos no se manifestarían en toda su crudeza inmediatamente después de su puesta en marcha, ya que se irían acumulando de forma sostenida y haría falta algún tiempo para que el mercado reflejara de forma clara una mayor escasez por el lado de la oferta y el alza de precios que la seguiría. Estamos, por tanto, ante medidas que resultan muy atractivas para un político, ya que pueden ayudarle a conseguir votos en el corto plazo y sus efectos negativos –por graves que sean– sólo serán percibidos por la gente en el futuro.
Es muy conocida la idea de Abraham Lincoln de que es posible engañar a todo el mundo durante algún tiempo o engañar a algunas personas durante todo el tiempo, pero no es posible engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. Esta última parece ser, sin embargo, la estrategia de Sánchez. Su problema es, por tanto, percibir cuándo la Unión Europea o Podemos –o ambos– serán conscientes de que les está engañando prometiendo, a unos y a otros, cosas no sólo diferentes, sino también contradictorias; y de que ése ha sido, en realidad, su objetivo desde el primer momento. Para un maximizador de una función de utilidad cuyo argumento fundamental es mantener el poder, el que esta estrategia tenga o no sentido va a depender, básicamente, de cuál sea su perspectiva temporal. No cabe duda de que si Sánchez intenta seguir simultáneamente dos estrategias incoherentes de forma sostenida, acabará mal, como acabó mal en su día Zapatero. Pero si aquéllas le permiten mantenerse en el gobierno durante algún tiempo puede conseguir sus objetivos. No olvidemos que los políticos son, por principio, jugadores a corto plazo. Y poca duda cabe de que lo que pueda ocurrirle a este país en un plazo más largo no es una cuestión que preocupe demasiado a Sánchez