Cuando la economía española se encamina hacia un escenario de estancamiento producido por una política errónea, es básico plantear un proyecto capaz de revitalizar el crecimiento, fomentar la productividad, crear empleo y bienestar para todos. El consenso socialdemócrata dominante está agotado y profundizar en él conduce a un callejón sin salida con altos costes sociales y económicos. Por ello es fundamental diseñar un programa de cambio y modernización para superar el horizonte de expectativas limitadas al que parece resignarse el Gobierno. La idea de que en España solo es posible optar por la socialdemocracia moderada o por el estatismo radical es falsa y es el pasado.
La economía española precisa libertad, reducir el tamaño del Estado en sus vertientes de gastos, impuestos y regulaciones, así como establecer un marco institucional ágil y transparente con unas reglas del juego estables que proporcionen seguridad. Se trata de crear las condiciones para que los individuos y las empresas desplieguen su esfuerzo y creatividad, hoy atenazados por un estatismo alérgico a la iniciativa individual, fuente de la innovación y del progreso en cualquier sociedad próspera. Considerar que el Estado conoce mejor que los individuos aquello que les conviene es una expresión de la fatal arrogancia hayekiana y es un insulto a la inteligencia en una democracia. Para alcanzar una sociedad abierta con alta movilidad social, la pregunta es qué hacer.
De entrada es imprescindible disminuir el binomio déficit-deuda con una estrategia simultánea de recorte del gasto público y de los impuestos. La hipótesis según la cual la elevación de los tributos aumenta per se la recaudación es tan errónea como afirmar que todas las bajadas impositivas se autofinancian. La reforma tributaria ha de verse acompañada por un ajuste de los desembolsos del sector público para posibilitar el descenso del endeudamiento de las administraciones públicas. Esto resulta esencial para dar permanencia y, por tanto, credibilidad a las rebajas de impuestos sin lo cual estas no ejercen un impacto positivo sobre los incentivos de los hogares y de las empresas para trabajar, gastar, ahorrar e invertir.
España gasta mucho y mal en los programas del estado de bienestar que además presentan una acelerada trayectoria alcista, entre otras cosas por el envejecimiento de la población. Después de gastar el 56% del presupuesto en políticas sociales destinadas a aminorar la desigualdad, la Piel de Toro obtiene el quinto peor resultado de la UE en este terreno, medido por el índice de Gini, según los datos de Eurostat. Esto no se corrige arrebatando más recursos a los empresarios y a los trabajadores, sino con una profunda transformación del mecanismo de protección social, convertido en una máquina de derrochar.
Es necesario y posible mejorar la cobertura del retiro y asegurar su viabilidad financiera con un sistema mixto de capitalización-reparto. El Estado ha de garantizar a todos los ciudadanos una pensión básica en función de su renta y de sus activos en el momento de jubilarse y destinar de forma obligatoria una parte de las cotizaciones pagadas por los trabajadores y por los empresarios hacia planes privados jubilación. Este es, por ejemplo, el esquema imperante en Australia en donde el gasto público en pensiones representa el 4% del PIB frente al 10% en la media de la OCDE.
La sanidad española generará en el medio-largo plazo importantes tensiones presupuestarias por su propia estructura, sintetizada en el axioma “a precio cero, demanda infinita”, y porque el consumo de salud se dispara desde la jubilación. La preservación de una sanidad de calidad y sostenible exige que los poderes públicos proporcionen un paquete básico de servicios pero, salvo las rentas situadas por debajo de un determinado nivel de renta, el resto ha de realizar copagos en determinados tratamientos o servicios y/o suscribir seguros médicos privados, deducibles de impuestos, para abordar sus necesidades/preferencias de atención sanitaria.
España simboliza el caso inédito de un país en el que el crecimiento del PIB per cápita se ha visto acompañado por un dramático deterioro de su capital humano. Esta es la consecuencia de un modelo educativo monopolístico y burocratizado, que encadena a las capas de la población con menores recursos a una oferta educativa que solo satisface la demanda de trabajos de baja productividad y de baja remuneración, lastrando la movilidad social. Hay que hacer muchas cosas, pero una fundamental es introducir la competencia público-privada mediante la concesión de bonos escolares a las familias para que estas elijan a qué centro de enseñanza quieren enviar a sus hijos y las escuelas compitan por los alumnos ofreciendo una formación de calidad.
Los mercados están atenazados por una maraña de regulaciones que proporcionan rentas monopolísticas a sus beneficiarios. Procuradores, notarios, taxistas, controladores, arquitectos, maquinistas de Renfe, estibadores, prácticos portuarios, etcétera, están protegidos de la competencia en claro perjuicio de los consumidores. Esa situación se reproduce en las industrias de redes. Ambos sectores sin presión competitiva carecen de incentivos para incrementar su productividad, lo que dado su peso en el PIB, alrededor del 30%, tiene un efecto muy negativo sobre el conjunto de la economía nacional. Estos reductos de privilegios han de ser sometidos a las leyes del mercado. La mejor política redistributiva es la que suministra a los ciudadanos bienes y servicios a los menores precios y de este modo incrementa de manera directa e individualizada su renta disponible.
España y el colectivismo no son la misma cosa y, como dijo hace casi cuatro décadas Margaret Thatcher, les daré mi visión: “El derecho del hombre a trabajar como él quiera, gastar lo que genere con su esfuerzo, disponer de sus propiedades y tener al Estado como sirviente, no como amo”.