Hace un par de semanas nuestro presidente del Gobierno tuvo otra de sus ocurrencias y pidió un Plan Marshall para “impulsar un proceso de reconstrucción económica y social en la Unión Europea”. Ignoro lo que el señor Sánchez sepa del Plan Marshall y de sus efectos; pero creo que la propuesta tiene poco sentido en la crisis actual.
Ya que se ha puesto el tema a debate, no es ocioso recordar lo que fue el famoso Plan Marshall, y analizar si la situación en la que nos encontramos es realmente parecida a la de los países europeos tras la Segunda Guerra Mundial. El Programa para la Recuperación de Europa –el nombre oficial del Plan Marshall– consistió básicamente en una ayuda de algo más de 13.000 millones de dólares que los Estados Unidos ofrecieron a 16 países europeos entre 1948 y 1951. Esta cantidad era elevada, sin duda, ya que, ajustada al poder de compra, equivaldría a unos 140.000 millones de dólares actuales; pero, no era, desde luego una cifra decisiva para la recuperación de unas economías devastadas por la guerra.
Puede argumentarse que aquellos países que quedaron fuera del programa –los países de Europa del Este y España– obtuvieron unos resultados económicos mucho peores en aquel período. Pero creo que la explicación hay que buscarla más en las políticas económicas que unos y otros aplicaron que en las ayudas que algunos recibieron.
Una característica llamativa del Plan fue que existieron grandes diferencias en la cuantía de los fondos que se otorgaron a cada país. La nación más beneficiada fue, claramente, Gran Bretaña, que consiguió aproximadamente la cuarta parte de los fondos. Francia fue el segundo país con el 18% de los fondos; y Alemania, que era el país que se encontraba en peor situación recibió solo el 11% de la cantidad total. Pues bien, si analizamos la evolución de la economía de estos tres países obtenemos resultados interesantes. A finales de la década de 1950 Alemania tenía ya una renta per cápita mayor que Francia. Y en 1965 había superado a Gran Bretaña, el país que había ganado la guerra y más ayudas de todo tipo había recibido de los Estados Unidos.
¿Qué es lo que permitió a Alemania una recuperación tan extraordinaria en menos de dos décadas, que ha pasado a la historia como el “milagro alemán”. Básicamente dos cosas: un alto nivel de capital humano y una política económica significativamente mejor que la de los británicos y los franceses. Si algo nos enseña la historia es que recibir dinero –aunque sea en cantidades elevadas– sirve de poco si la política económica no crea incentivos adecuados a la producción de bienes y servicios y al desarrollo de las empresas.
La crisis actual es, ciertamente, grave. Pero tiene muy poco que ver con la que experimentaban los países europeos al finalizar la guerra. En economías en las que la industria y las infraestructuras habían sido destruidas, tenía sentido inyectar fondos para reconstruir estos sectores. Nada de esto ha ocurrido, sin embargo, en 2020. Seguimos teniendo unas excelentes infraestructuras y un aparato productivo que si de algo se resiente en estos momentos es de exceso de capacidad. Por lo tanto, un plan de ayudas a la creación de capital físico como el de 1948 de poco serviría.
En lo que tenemos que centrarnos hoy es, en cambio, en las políticas económicas. Es cierto que tanto el Estado como las empresas necesitan, en el corto plazo, disponer de fondos para atender sus pagos y evitar una crisis de liquidez. Y parece claro que a esto van a contribuir de manera importante tanto el Banco Central Europeo como la propia Unión a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad. Pero lo fundamental es restablecer la confianza en economías cuyo aparato productivo –insisto– está intacto.
Un rasgo del Plan Marshall que, a menudo se olvida, fue su contribución a evitar que las economías europeas se orientaran hacia modelos de planificación central y buscaran su desarrollo con políticas proteccionistas que limitaran de forma significativa el comercio internacional, lo que habría supuesto un freno importante a su crecimiento. De esto sí podemos aprender. Veo con preocupación que en España se intenta fomentar desde algunos ámbitos políticos una actitud contraria no sólo a la globalización de la economía, sino también hacia la Unión Europea con argumentos tan infantiles y absurdos como el que afirma que si Europa no nos facilita la emisión de deuda mediante los famosos eurobonos o coronabonos nada podemos esperar de nuestra permanencia en la Unión.
Y una actitud poco razonable la encontramos también en lo que se refiere al papel del Estado en la economía. Cuando, desde el propio gobierno, hay ministros que defienden medidas como nacionalizar los hospitales privados, crear bancos públicos, prohibir el despido incluso en empresas al borde de la quiebra o intervenir el mercado inmobiliario hay buenas razones para estar preocupados. Los efectos de estas políticas pueden ser demoledores en el medio plazo. Todos acabaremos pagando la factura. Pero serán aquellos que se encuentran en situación vulnerable los que más sufran las consecuencias.