Cada vez que surge un problema que produce desajustes graves en la vida social de un país hay que analizar cuáles pueden ser sus efectos económicos; y no sólo mientras tales circunstancias estén presentes, sino también cuando las cosas se normalicen y desaparezcan los problemas inmediatos. Desde que el mundo es mundo y existen las guerras, una de las preocupaciones fundamentales de todo gobernante ha sido su financiación y sus consecuencias económicas. Se trata de circunstancias excepcionales que, en muchos casos reducen de forma significativa la capacidad productiva de un país y desvían el gasto hacia la defensa nacional, actividad fundamental, sin duda, pero no productiva. Y el resultado es, al margen del desastre humano que supone toda guerra, una reducción en el nivel de vida de la población.
Una lección interesante que puede aprenderse de la historia económica es que, de una u otra forma, los Estados suelen mostrar una capacidad sorprendente para obtener recursos en estas circunstancias. Son numerosos, en efecto, los ejemplos que pueden citarse de guerras que se presuponía que serían breves por la incapacidad de los estados implicados para financiarlas; pero que se prolongaban en el tiempo al conseguir los gobiernos nuevas fuentes de financiación.
¿Estamos hoy ante una situación similar? Creo que no, afortunadamente. La experiencia de China nos muestra que se trata de un problema de duración limitada y que los costes, medidos en términos de PIB, no son tan altos como la gente parece creer. La fuerza de la caída de las bolsas internacionales no refleja, ciertamente, que las empresas que en ellas cotizan hayan perdido un valor real de la misma cuantía. Es decir, el hecho de que las compañías incluidas en índices como el Euro Stoxx50 o el Ibex 35 hayan visto caer sus cotizaciones en más de un tercio en el plazo de pocos días no significa que sus activos tengan una capacidad productiva una tercera parte menor.
Pero no cabe duda de que el impacto económico de la pandemia va a ser significativo y que se producirá una reducción del PIB no despreciable, aunque, seguramente, menor de lo que prevén algunos estudios, como el que hizo público el Deutsche Bank hace sólo unos días. Y que habrá que diseñar una política económica sensata que mitigue sus efectos. La Reserva Federal y el Banco Central Europeo han hecho lo que tenían que hacer al garantizar la liquidez para las empresas y consumidores; y no parece que deban ni puedan hacer mucho más. Hay un consenso bastante amplio de que una política fiscal podría ayudar a mejorar algo la situación. El problema es que no está muy claro qué tipo de política fiscal se necesita. La crisis actual ha generado una serie de distorsiones en el sistema productivo que no se solucionan con una política tradicional de crecimiento del gasto. Y, en todo caso, habría que tener mucho cuidado con la financiación de tal gasto, ya que un aumento de la presión fiscal tendría en estos momentos efectos muy perjudiciales. Las medidas deberían ir, por el contrario, dirigidas a mantener la actividad de las empresas, lo cual exigiría en estos momentos bajar los impuestos, no subirlos.
El aumento de la deuda pública parece, por tanto, inevitable. Y es importante señalar que no todos los países se encuentran en la misma situación a este respecto. Comparemos, por ejemplo, a España con Alemania. Mientras nuestro país tiene una deuda cercana al 100% del PIB, la de Alemania, aun siendo elevada, no llega al 62%. Y frente al superávit presupuestario que los alemanes mantienen desde hace ya cinco años, en España seguimos con déficits muy elevados de carácter estructural que no hemos conseguido reducir de forma significativa ni en los años de mayor crecimiento económico. El Gobierno alemán tiene, por tanto, una capacidad de maniobra muy superior a la que tiene el gobierno español. Y esto se va a notar en el próximo futuro. Que la Unión Europea flexibilice las cifras máximas de déficit para países como el nuestro puede ser un alivio en el corto plazo; pero no soluciona el problema. Las deudas habrá que pagarlas y esto obligará –guste o no– a controlar el gasto y, probablemente a incrementar los ingresos fiscales; en unos momentos en los que esta última medida es, como hemos visto, muy desaconsejable.
Por otra parte, no disponemos estimaciones fiables de la posible evolución de la tasa de paro como consecuencia de la pandemia. Pero aquí de nuevo nuestra posición es de clara desventaja; y en este tema estamos no sólo mucho peor que Alemania, cuya tasa de paro es inferior al 4%, sino peor también que el resto de los países europeos, con la única excepción de Grecia. Tampoco aquí se hicieron bien las cosas; y medidas como las últimas subidas del salario mínimo van a pasar factura ahora. Un salario mínimo alto puede crear pocas distorsiones cuando la economía va bien; pero puede dejar en el paro a mucha gente en una situación como ésta.
De esta crisis saldremos, no cabe duda. Pero hay que plantearse desde hoy mismo cuál debería ser la política económica de los próximos años. Y parece claro que hay que cambiar la dirección y renunciar a muchas de las medidas que nuestro gobierno promovía hace sólo unas semanas. Nos jugamos mucho en ello.