La búsqueda de mayores ingresos fiscales mediante subidas impositivas para reducir el déficit de las Administraciones Públicas en vez de acometer ese objetivo a través de la disminución del gasto estatal, autonómico y local es el camino elegido por el Gobierno. Por añadidura, sus planes combinan alzas impositivas con un aumento de los desembolsos del sector público. Si la reconducción de las finanzas estatales a la senda de la sostenibilidad es impracticable con el binomio más impuestos-igual nivel de gasto, ese objetivo se convierte en un imposible metafísico con la aplicación de una estrategia de expansión de ambas variables. Esa mezcla resulta explosiva, su impacto sobre el crecimiento será negativo y duradero y, en la coyuntura actual, puede conducir a una recesión en un horizonte de dos años.
En la línea inaugurada por el anterior ministro de Hacienda, el señor Montoro, la titular socialista de esa cartera justifica el hipotético aumento del tipo efectivo del impuesto de sociedades en función de un supuesto erróneo: las grandes empresas solo pagan en promedio el 12% de sus beneficios, aunque el tipo nominal es del 25%. Esta afirmación resulta “moderada” frente a la de su antecesor. Según él, las compañías del Ibex tributaban en la práctica un 7% de sus beneficios. Con una tributación societaria a la irlandesa (esto es hipercompetitiva) sorprende que España no se haya convertido en el Shangri-La de las multinacionales. Esto no sucede porque esas aseveraciones son falsas.
De entrada, conforme a los últimos datos de la Agencia Tributaria, correspondientes al ejercicio fiscal 2015, el tipo impositivo efectivo de los grupos consolidados fue en ese ejercicio el 19,2% y, para las empresas del Ibex, del 21%. La incorporación a la base imponible de los tributos pagados por esas corporaciones en el exterior, práctica habitual en la mayoría de los países OCDE, sitúa el tipo impositivo soportado por ellas en el 25,6%; esto es, por encima del nominal. Por eso, la tributación real padecida por las empresas españolas ocupa el primer puesto del ranking de la UE en lo referente a tipos efectivos marginales, y el tercero en el caso de los tipos efectivos medios del impuesto de sociedades, tras Francia y Malta (Fichas temáticas del semestre europeo, Fiscalidad, Comisión Europea, 2017).
En este contexto, cualquier aumento de la carga tributaria sobre las compañías es un error y tendrá dos consecuencias: primera, la deslocalización de actividad hacia ubicaciones fiscales menos onerosas; segunda, se traducirá de manera inexorable en una caída de la inversión, de los salarios reales y, por ende, del crecimiento del PIB, del empleo y de la recaudación a causa del descenso de la rentabilidad neta del capital. Estos efectos depresores se potencian en un contexto de incertidumbre política y de desaceleración económica como el existente en España. En un reciente trabajo se estima que una elevación de un punto del PIB de la fiscalidad sobre las sociedades y el capital induciría una destrucción de riqueza equivalente a 1,2 puntos del PIB (Domenech R. y otros, “Estructura Fiscal, Crecimiento Económico y Bienestar”, BBVA Research, 2017).
El anunciado incremento de la tributación sobre las rentas del capital, las denostadas plusvalías, símbolo del capitalismo explotador, no recae sobre los “ricos”, salvo que se califique con ese término a los 5,2 millones de españoles accionistas de las empresas cotizadas en el mercado continúo. La tasa de retorno de su inversión sufre ya tres penalizaciones: primera, al pagar la empresa el impuesto de sociedades; segunda, cuando reciben dividendos que se imputan al IRPF, y tercera, cuando deciden realizar plusvalías mediante la venta de su activo. Por su parte, los hogares con rentas bajas (67% de los ingresos medios) tienen el grueso de su ahorro en depósitos bancarios y cuentas de ahorro, valga la redundancia, sobre los que recae, de acuerdo con los datos de la OCDE, un tipo impositivo efectivo del 27%. En ese escenario, elevar la imposición sobre el capital implica desincentivar el ahorro, que está en mínimos históricos; fomentar su deslocalización hacia lugares con una fiscalidad más atractiva y aminorar el volumen de transacciones al encarecer su materialización. El resultado es claro: menos inversión, menos crecimiento, menos empleo y menos ingresos para las arcas estatales.
En medio de la confusión reinante sobre cuál será el medio utilizado por el Gobierno para sacar dinero a la banca, ha resucitado una vieja idea, la denominada tasa Tobin, que el propio Nobel de Economía recusó cuando se desnaturalizó su propuesta, cuya finalidad era paliar la volatilidad cambiaria, para convertirla en un instrumento recaudatorio sobre la compraventa de activos financieros. Con independencia de la deseabilidad o no de ese gravamen, de su efectividad o no, hay una experiencia similar a la que se plantea el Ejecutivo español: la sueca. En 1984, Suecia introdujo un tributo sobre las transacciones financieras del 0,5% que se elevó al 1% en 1986. El Gobierno nórdico preveía ingresar 1.500 millones de coronas/año y, en promedio, durante su vigencia recaudó 50 millones/año.
La política en curso es pésima tanto a corto como a medio y largo plazo. No solo es ineficaz para recortar el binomio déficit-deuda, sino que se sustenta en elevaciones de los impuestos que generan mayores distorsiones sobre la actividad económica y, por tanto, sobre su crecimiento presente y futuro. España necesita una disminución simultánea de las dos hojas de la tijera fiscal-presupuestaria y no a un Robin Hood miope. De lo contrario, el aterrizaje de este ciclo expansivo será duro y largo. La economía española va directa hacia un escenario de estancamiento sin que quepa descartar una nueva recesión.