La reciente cumbre de jefes de Estado y de gobierno europeos, con el fin de afrontar la crisis que se avecina como consecuencia de la epidemia del coronavirus, tuvo un resultado diferente al inicialmente esperado. A diferencia de lo sucedido con la crisis de deuda soberana iniciada en 2008, los líderes europeos se encontraron con que ahora el problema y, consecuentemente, la decisión a adoptar, no resulta tan fácil de tomar como hace doce años. Conocida era la posición de los países de la Europa septentrional, encabezados por los Países Bajos del primer ministro Rutte, de no mutualizar la deuda entre los países miembros de la Unión Europea. Sin embargo, el país clave para que esta posición pudiera imponerse (Alemania, primera economía de la eurozona), en esta ocasión no se decantó por ellos, ya que pronto se apercibió de que las circunstancias actuales no son las del año 2008.
En efecto, la crisis del coronavirus no solo ha azotado a la Europa meridional (particularmente a España e Italia), sino que se ha extendido a otros países europeos y está golpeando a dos naciones, la británica y la norteamericana, cuyo modelo de funcionamiento poco o nada tiene que ver con el de la Europa meridional. Es más, un país que ha sido un quebradero de cabeza permanente para la Unión Europea desde hace más de una década (Grecia), ha registrado una de las tasas más bajas de contagios e igualmente de fallecimientos. Y es que algunas cosas han cambiado de manera sustancial desde hace una década, lo que explica la necesidad de adoptar un paquete de medidas diferentes a las que en su momento se tomaron durante la llamada “era de la austeridad”.
Por ejemplo, en el caso de Italia, el país con diferencia más endeudado de toda la Unión Europea (Grecia le supera en porcentaje, 186 frente a 135%, pero hay que recordar que el volumen de su PIB es diez veces menor), aceptó en 2011 un gobierno “no político” encabezado por el prestigioso economista Mario Monti; retrasó la edad de jubilación a los 67 años de edad; y, ya de la mano del Gobierno Renzi (2014-16), permitió tocar el hasta entonces innegociable artículo 18 del Estado de los Trabajadores, lo que llevó a precarizar de manera muy sustancial el empleo en la nación transalpina. Además, los gobiernos de centroizquierda (2013-18, encabezados de manera consecutiva por los “premiers” Letta, Renzi y Gentiloni) se aplicaron a cumplir con los objetivos de déficit, a contener la deuda pública y fomentar el crecimiento económico, llegando a alcanzar en 2017 una cifra de aumento del PIB de casi dos puntos.
Mientras, en el caso de España se llevó a cabo una profunda reestructuración del sistema financiero, reduciéndolo de manera muy significativa a base de reagrupar las diferentes cajas de ahorro en nuevas entidades financieras, aprovechando el amplísimo margen de endeudamiento que tenía en ese momento nuestro país (35% sobre PIB en el momento de comenzar la crisis y 70% cuando llegó al gobierno el Partido Popular a finales de 2011). Además, entre el último gobierno socialista y el primero del PP se aprobó una durísima reforma del mercado laboral, con el fin de que muchas empresas no tuvieran que echar el cierre debido al alto coste de los despidos. Así, nuestro país, a partir de 2014, volvió a la senda del crecimiento, logrando tasas muy relevantes en los años 2015-18 (por encima del 3% de nuestro PIB en algunos casos) e incluso logró cumplir el objetivo de déficit marcado por la UE tras una década de incumplimiento del mismo.
Ahora, tras dos meses de confinamiento de la población de ambos países en sus casas, va a tocar afrontar una dura recesión, resultando inevitable un importante nivel de endeudamiento (que en ambos países va a moverse entre el 15 y el 20% sobre su PIB nacional), importantes tasas de decrecimiento del PIB y, en directa relación con ello, fuerte subida de sus respectivas primas de riesgo.
Así que ahora toca que la Unión Europa se comporte con generosidad hacia dos países claves en la construcción europea (entre ambos suman casi 105 millones de habitantes y más de 800.000 kilómetros cuadrados de superficie) que no debe estar exento del rigor a la hora de reducir el mastodóntico gasto público en ambos países. Y es que llega ya el momento, en el caso de nuestro país, de tocar el lujo que supone sufragar el Estado autonómico (17 gobiernos, 17 parlamentos, número aún mucho mayor de consejerías y direcciones generales); de afrontar con decisión la reducción de los trabajadores públicos (¿realmente un país con menos de veinte millones de afiliados a la Seguridad Social puede pagar casi tres millones y medio de trabajadores públicos?); y de retrasar de una manera clara la edad de jubilación, con el fin de hacer realmente sostenible el sistema de pensiones y aliviar la permanente deuda que genera el pago de las pensiones. Mientras, en el caso de nuestros vecinos transalpinos, también ha de reducir de manera muy significativa el gasto político (¿qué es eso de tener dos cámaras con igual poder legislativo?), de recuperar la derogada Ley Fornero para que la edad de jubilación vuelva a los 67 años de edad; y de plantar cara a la endémica corrupción y al permanente fraude fiscal.
Pronto sabremos de qué manera piensa afrontar la Unión Europea la nueva crisis que se cierne sobre ella, pero, setenta años después de haberlo iniciado, se encuentra ante una de sus tesituras más complejas. Y no es la hora de responder con las mismas recetas de siempre, sino de recuperar los valores de los “padres fundadores” de Europa: unidad, solidaridad y cooperación.