En la década de 1930 mucha gente pensaba que el capitalismo estaba llegando a su fin. Una recesión severa afectaba a la mayor parte de las economías del mundo. El escepticismo con respecto a su capacidad de recuperación era creciente; y la opinión dominante era que sólo políticas radicalmente distintas alas tradicionales podrían evitar la miseria a la que millones de personas parecían condenadas. Y los datos eran ciertamente preocupantes. En los Estados Unidos, la nación en la que se inició la crisis, el PIB cayó en torno al 15% entre 1930 y 1933; el paro creció hasta el 25%; y el comercio internacional se redujo prácticamente a la mitad. Y las caídas de actividad se fueron generalizando en casi todos los países.
Por otra parte, no había acuerdo entre los principales economistas de la época con respecto a lo que estaba sucediendo. Dejando a un lado interpretaciones radicales -marxistas o no- sobre la crisis global del capitalismo y su hundimiento definitivo, dos modelos teóricos fueron los protagonistas del debate en aquellos años. El primero tenía como fundamento la teoría austriaca del ciclo económico, de acuerdo con la cual una política monetaria en exceso expansiva habría hecho caer, de forma artificial, los tipos de interés; y esto habría producido un desplazamiento de la inversión hacia procesos relativamente intensivos en capital que sólo serían sostenibles con tipos de interés bajos. Un aumento de tipos o una reducción de los fondos prestables tendrían como resultado inevitable una crisis, seguida por un ajuste de la economía real.
Muy diferente era, sin embargo, la explicación formulada por John M. Keynes. Su modelo se basaba en la insuficiencia de la demanda agregada; en otras palabras, el PIB se habría reducido porque no había suficiente demanda efectiva, es decir, demanda apoyada por poder de compra. Era preciso, por tanto, hacer que esta demanda aumentara. Y, para ello, en su opinión, el Estado debería intervenir y convertirse en el protagonista de la política de estabilización.
Ideas similares a las de Keynes fueron llevadas a la práctica por Roosevelt en los Estados Unidos y por Hitler en Alemania. La política de Roosevelt -conocida cono New Deal o Nuevo Contrato- pareció conseguir resultados positivos sobre la actividad económica en un primer momento, pero en la segunda mitad de la década de 1930, la economía norteamericana volvió a entrar en recesión; y ésta no se superó realmente hasta la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial en diciembre de 1941. No cabe duda de que movilizar a diez millones de hombres de un día para otro ayuda mucho a reducir la tasa de paro. Alemania, por su parte, relanzó su economía con una política de obras públicas y de gasto militar. El rearme ayudó a salir de la crisis. Pero cabe preguntarse a dónde habría ido la economía alemana si la guerra no hubiera tenido lugar.
Muchos años después se planteó un nuevo modelo explicativo de la crisis. Cuando, en la década de 1960 Milton Friedman estudió la Gran Depresión, era el modelo de Keynes el que, claramente, dominaba tanto el inundo de la teoría económica como el de la política. Pero en este enfoque, había al menos dos elementos que eran inaceptables para Friedman. El primero, la idea de que la causa de la recesión fue una insuficiencia de demanda efectiva, que sólo el Estado podía solucionar; el segundo, el hecho de que, en la política económica keynesiana, el dinero desempeñaba un papel secundario, lo que chocaba abiertamente con el modelo monetarista que él defendía. En su opinión, la auténtica causa de la depresión fue la desastrosa política de la Reserva Federal, que permitió una fuerte caída de la oferta monetaria, que tuvo efectos muy graves en los precios, la producción y el consumo.
Todas estas teorías fueron utilizadas de nuevo para tratar de explicar la recesión que empezó en 2007. ¿Significa esto que no hemos aprendido nada? Creo que, afortunadamente, hoy, sabemos más que en los años treinta. Cono afirmó Ben Bernanke, cuando era presidente de la Reserva Federal, una cosa se hizo bien en 2007: no permitir la reducción de la oferta monetaria tras la crisis bancaria, evitando así un retroceso de la actividad tan grave como el de la década de 1930. No hay dos crisis económicas iguales, ciertamente. Pero ser conscientes de lo que en su día se hizo mal es una condición básica para no repetir los viejos errores.