Hace apenas ocho meses explicaba en estas mismas páginas los problemas económicos que, a no muy largo plazo, podrían plantearse a Italia, un país gobernado por una peculiar coalición populista de izquierdas y derechas que manifestó desde el primer momento su rechazo a algunos de los principios básicos del mercado libre, defendió una mayor intervención del Estado en la economía y se resistió a sanear las cuentas públicas.
Los datos, conocidos hace unos días, muestran que, en la segunda mitad del año 2018, la economía italiana entró en recesión, con tasas de crecimiento negativas del -0,1 % en el tercer trimestre y del -0,2 % en el cuarto. Los datos confirman, por tanto, mis previsiones pesimistas. Y no es sorprendente. Cuando se gobierna con unas ideas económicas confusas y alejadas del mundo real, los resultados tienen que ser malos.
Ya en los últimos años pudimos comprobar que a Italia le costaba más que a otros países europeos volver a los niveles de PIB anteriores a la crisis que empezó en 2008 y, aunque experimentó un cierto crecimiento durante algún tiempo, la duración del período de recuperación ha sido demasiado corta. El país no solo no ha conseguido volver al nivel del PIB anterior a la crisis, sino que en los últimos meses se está alejando de nuevo de las cifras alcanzadas entonces.
Pero la recesión, siendo una cuestión grave sin duda, no es el problema principal de la economía italiana, sino más bien un síntoma claro de la necesidad de reformas urgentes y profundas. Y tales reformas no deberían tener solamente un carácter sectorial, planteando cambios en aspectos concretos de la economía. Aunque estos sean necesarios, el país tiene un problema institucional serio que afecta al conjunto del sistema económico.
Y lo peor es que es difícil ser optimista en estas circunstancias. El observador que analice la situación con detenimiento e intente ir más allá de lo superficial se dará cuenta de que buena parte de la sociedad italiana (seguramente aquella de mejor formación y mayor sentido común) ha tirado la toalla y se ha sumido en un pesimismo profundo. Y este puede estar perfectamente justificado, pero ayuda poco a arreglar las cosas.