Se cumplen veinte años de la puesta en marcha de la Unión Monetaria Europea con la creación del Banco Central Europeo (BCE) seis meses antes del 1 de enero de 1999, fecha de la entrada en vigor oficial del Euro. Habría que esperar cuatro años más, hasta 2002, para que la moneda única comenzara su circulación entre el público. En estas dos décadas, Europa ha dado importantes pasos hacia una integración más completa, tanto en el terreno económico como en el regulatorio. Sin embargo, en la actualidad, la senda de integración económica y monetaria ha “entrado en barrena” por múltiples razones derivadas de la parálisis de acuerdos entre los Estados miembros, las consecuencias de segunda ronda que ha traído la política monetaria expansiva del BCE en forma de perversos incentivos para no hacer reformas estructurales y un asunto de extraordinaria gravedad como la falta de acuerdo cerrado en la salida de Reino Unido del club de los 28.
La creación de la Unión Monetaria Europea es, junto con la unión aduanera, los dos pasos más importantes en la construcción europea desde la firma del Tratado de Roma en 1957. En un contexto de unión aduanera, el paso natural era hacia una unión monetaria a través de la creación de una divisa común que En España, Italia, Grecia y Portugal, el aumento medio de la productividad ha sido nulo circulara en todos los países miembros. Si bien la idea era entonces (y a día de hoy lo sigue siendo) clara, el procedimiento y desarrollo no fue evidente. Después de años de debate, el modelo escogido fue el de una única divisa de curso legal forzoso, que sustituyera a las monedas nacionales con un único instituto emisor cuya sede se estableció en Fr áncfort y éste sujeto a unas estrictas reglas basadas en la ortodoxia monetaria, bajo el convencimiento de que siendo serio y riguroso en política monetaria se evitarían crear burbujas financieras, procesos inflacionarios e inestabilidad en el sistema bancario.
Esta ortodoxia monetaria, combinada con unas estrictas reglas de estabilidad presupuestaria y control de la Deuda Pública, consagradas en el Tratado de Maastricht en 1991, han marcado el desarrollo de la Unión Monetaria a lo largo de estas dos décadas y su incumplimiento o desviación han traído los problemas esenciales que a día de hoy Europa todavía no ha resuelto. Si desde el origen se diseñó un club con unas normas exigentes, aplicarlas con laxitud primero en la crisis de deuda de 2010 y posteriormente con el QE en 2015, no ha servido para dar carpetazo con los desencuentros básicos entre los Estados miembros y sentar las bases para el desarrollo futuro de la Unión.
A lo largo de estos veinte años, una medida fundamental para evaluar de forma objetiva el desempeño de la Unión Monetaria es comparar la situación económica de origen de los miembros y si estos han convergido o no a la media comunitaria. Para países como España, éste era el principal objetivo y la razón fundamental en los esfuerzos de ajuste fiscal para entrar en la Unión Monetaria: la convergencia real con Europa.
Tres etapas
En este sentido, hay tres etapas diferenciadas: la primera, entre 1999 y 2007, la convergencia medida en términos de PIB per cápita en paridad de poder de compra fue prácticamente conseguida por todos los Estados Miembros del núcleo fundacional, incluido Grecia.
Sin embargo, entre 2008 y 2014, se produjo una situación que a día de hoy se sigue arrastrando: una Europa a dos velocidades, donde los países core o del centro de Europa tuvieron un desempeño económico real mejor que el de la media de la Eurozona, mientras que los países periféricos abandonaron la senda de la convergencia y desembocaron en sendas crisis de deuda soberana y bancaria, siendo la última la de España en julio de 2012. España, por ejemplo, bajó su PIB per cápita en paridad de poder de compra del 100 por ciento de la renta promedio de la UE-28 en 2009 al 89 por ciento en 2013.
Por último, desde 2014, los países periféricos han retomado la senda de la convergencia, situándose el PIB per cápita en el 92 por ciento de la media en el caso de España o el 96 en el caso de Italia. Sin embargo, a pesar de la mejora registrada gracias a la fase alcista del ciclo económico actual, los “periféricos” han perdido demasiados años de convergencia con una estructura económica que se ha resentido con respecto a países como Alemania, Holanda o Finlandia en términos de competitividad y productividad.
La Unión Monetaria ha tenido efectos asimétricos en los diferentes miembros. Recientemente, el BCE publicaba un análisis absolutamente explícito en materia de convergencia real en términos de productividad. Señala de forma empíricamente inequívoca la existencia de un proceso de convergencia condicional a partir del nivel de PIB per capita en paridad de poder adquisitivo en 1999, apoyado en el crecimiento de la productividad total de los factores (PTF). Para que haya convergencia, la relación entre el PIB per cápita y la PTF tiene que ser inversa. En este sentido, obtiene un resultado preocupante que es la existencia de dos grupos de países con comportamientos diferentes: en uno, integrado por Alemania, Holanda o Austria entre otros, el crecimiento promedio anual de la PTF se situó entre 1999 y 2014 entre el 0,5 por ciento y el 1 por ciento. En el otro, integrado por España, Italia, Grecia y Portugal entre otros, el crecimiento promedio de la productividad ha sido nulo, estando en el mismo lugar que en 1999.
Esta es otra evidencia más de un “euro a dos velocidades”, que se suma a otras muy relevantes desde el lado de la financiación de las economías. Aquí puede encontrarse, por ejemplo, la reaparición del puzzle Feldstein-Horioka durante la crisis, consistente en las diferencias en la relación empírica entre las tasas de ahorro e inversión de cada país sobre PIB. De nuevo, como sucedió antes de la llegada del euro, hay países que financian su inversión indistintamente con ahorro nacional o extranjero (no hay relación entre la tasa de ahorro y la tasa de inversión) y países que sólo pueden financiar su inversión con el ahorro nacional, dado que sobre ellos pesan severas restricciones crediticias (la relación entre la tasa de ahorro nacional y la de inversión es del 100 por ciento, ver D. Taguas, 2014, y Santacruz, 2014).
A la luz de esta evidencia, el mayor riesgo en los 20 años de vida del Euro es el de perpetuar una Europa a “dos velocidades”. En este sentido, los esfuerzos realizados por el BCE para mantener unida la Zona, Euro basados en imprimir dinero (el QE), crear un exceso de liquidez históricamente alto para evitar fricciones en el mercado interbancario y mantener los tipos de interés muy bajos (el exceso de liquidez es superior al billón de euros) y nutrir de dinamismo al sistema de contratación y liquidación en euros Target2 (España es el segundo mayor deudor del Target con 330.000 millones mientras que Alemania es el mayor acreedor con 754.000 millones), se volverían contraproducentes.
¿Hasta qué punto esto es así? Evidentemente, en una coyuntura de precios al alza y recuperación de la economía, suministrar cantidades enormes de dinero (el último dato de crecimiento de la M3 es del 5 por ciento anual, casi 3 puntos porcentuales superior al crecimiento nominal de la economía de la eurozona), genera un efecto inflacionista crucial que hace que aquellos países con tasas de inflación estructural más altas (como es el caso de España) lejos de converger, se alejen más del núcleo de Europa. Cuanto más recalentada esté la economía por el efecto de las políticas monetarias y fiscales expansivas, mayor posibilidad habrá de una Europa a dos velocidades.
Nuevo escenario
No deja de resultar curioso que la medicina que antes al menos intentaba sanar, ahora se convierta en parte de la enfermedad. En este sentido, es clave analizar el momento económico y cómo éste ha cambiado de forma radical. Por ello, en el nuevo escenario, una de las tensiones macroeconómicas a controlar desde el primer momento es un proceso acelerado de depreciación del dinero y más aún cuando el euro se encuentra en un momento de debilidad frente al dólar. Más aún si se prolongan en el tiempo las tensiones comerciales que a nivel global se están produciendo y la falta de un diagnóstico certero por parte de los socios europeos del nuevo entorno comercial al que el mundo está adaptándose.
Ante el cambio de ciclo y los efectos perniciosos que tendría continuar con la actual política monetaria expansiva, se necesita aún más que nunca seguir con las reformas estructurales, especialmente de aquellos sectores donde el marco regulatorio incentiva la falta de competencia. No basta con seguir siendo competitivos en el sector exterior (de puertas para afuera) sino que también hay que serlo “de puertas para adentro”. Y esto no se hace, sin duda, troceando o dando más poder a los organismos reguladores que establecen tales barreras a la entrada en muchos sectores que es imposible que pueda existir competencia real.
Con independencia de que el BCE comience a subir los tipos de interés y se empiece a normalizar la situación monetaria, la salida a los problemas de la Unión Monetaria pasa por recuperar los pilares de origen, tanto en materia fiscal como monetaria, para eliminar el “riesgo moral” creado a lo largo de los años –incluso la certeza de que cualquier país y en cualquier situación puede ser rescatado– recuperando la disciplina básica de una Unión Monetaria que en origen pretendía ser óptima (bajo los cánones del Nobel Mundell) pero que a lo largo de los años ha mostrado una serie de disfuncionalidades que pueden corregirse para que una Europa unida compita con el resto del mundo en atracción de inversiones y generación de riqueza y bienestar a largo plazo.