Europa está en una situación dramática con escasos visos de mejorar. El casi seguro rechazo del Parlamento británico al acuerdo cerrado por la Señora May con la UE, la revuelta contra las modestas reformas de Macron, la laxitud de la Comisión Europea frente a los planes presupuestarios del Gobierno italiano, el cuestionamiento de la arquitectura político-económica-institucional de Europa por buena parte de los estados del centro-este europeo, por citar los asuntos relevantes, crea un escenario de incertidumbre e inestabilidad con un impacto potencial explosivo. En este contexto, la tesis de “más Europa” para estabilizar el Viejo Continente y conjurar las fuerzas que amenazan el statu quo vigente desde la post guerra es una hipótesis de política-ficción.
De entrada, el escenario continental es muy parecido al existente en el período de entreguerras, 1918-1939. La democracia liberal, adulterada por el consenso socialdemócrata, parece incapaz de dar respuesta a las inquietudes y demandas de sus sociedades, lo que ha abierto un portillo a los movimientos populistas de izquierdas y de derechas. Estos han logrado canalizar el descontento de una buena parte de la ciudadanía ante el inmovilismo y la falta de adaptación de los partidos convencionales a una realidad cambiante generadora de inseguridad. Esto ha tenido repercusiones distintas en los diferentes Estados de la UE.
En el centro-este del continente, sometido durante décadas al yugo imperial soviético, el nacionalismo ha resucitado como una forma de reafirmación. Las señas identitarias se han reafirmado ante la invasión de los “bárbaros” y ante la sensación de que la eurocracia dicta una política ajena a los intereses nacionales que, en algunos/numerosos casos, se enfrenta a la voluntad popular de una democracia recién restaurada. A los húngaros, checos, polacos, eslovenos, etcétera no les resulta nada atractivo disolver su soberanía en un órgano supranacional de naturaleza tecnocrática.
Por otra parte, los dos ejes de la construcción europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Francia y Alemania no están en su mejor momento. Macron se enfrenta, como sus antecesores, a una radical oposición de la sociedad francesa o de sus minorías activas a cualquier intento de reformar el esclerótico Estado galo y, según parece, ha decidido no resistir. Alemania aborda un escenario en el que va a desaparecer la auctoritas de su factor estabilizador, Merkel, lo que se ve acompañado por una emergencia del nacionalismo germano. En este escenario, Europa carece de anclas y, por tanto, va a la deriva.
En paralelo, la doctrina de política exterior trumpiana ha dejado de considerar a la UE como un vector estratégico, lo que convierte en un agente activo en la escena europea, sin contrapesos, a la Rusia de Putin cuyo objetivo es restaurar su esfera de influencia en la antigua órbita imperial soviética, incluida la Europa central y oriental. Con una UE sin rumbo y con una América lejana, los antiguos países del Telón de Acero pueden tener, por razones lógicas de supervivencia, la tentación de convertirse en finlandias regidas por regímenes iliberales respaldados por Moscú. La deriva pro-rusa en la Europa central y oriental es generalizada salvo en el caso de Polonia que, por razones históricas, ha resucitado un sistema similar al de Pilsutszi en los años veinte del siglo pasado, un nacionalismo conservador.
Por añadidura, la tercera mayor economía de la UE, Italia, ha rechazado las reglas fiscal-presupuestarias de la Eurozona y sabe que la debilidad política de esa área va a hacer posible el éxito de su revuelta, que por cierto no se plantea como un proyecto aislado sino como una propuesta para toda la UE. La rebelión italiana, que triunfará, fortalece la puesta en cuestión de todas las reglas del juego macroeconómicas vigentes en la UEM y, por tanto, crea un precedente para que ese movimiento se extienda. Ello pone en peligro no sólo la supervivencia del euro sino también la propia viabilidad de la UE tal como la conocemos.
Esos riesgos se agudizan en un marco de anémico crecimiento económico que casi con toda seguridad se deteriorará aun más. Alemania anotó una recesión en el último trimestre, Italia está estancada, Francia en caída libre y España en desaceleración patente…Esto supone que la economía, que siempre o durante mucho tiempo suplió la naturaleza política pigmea de Europa, no va a ayudar nada a amortiguar las fuerzas desestabilizadoras presentes en la UE. El viejo continente esta en plena fase de euro esclerosis con escasas opciones de superarla. Es el Bajo Imperio romano, rico aun, viejo y sin voluntad para recuperar los valores que le hicieron poderoso y próspero. Europa no cuenta.
A la vista de este panorama, el realismo ha de imponerse. La idea de una Europa Unida y ecuménica es un ideal imposible. Ni existe una amplia voluntad popular en esa dirección ni élites nacionales con peso capaces de impulsarla ni sensación alguna de un proyecto compartido. Sin duda las élites cosmopolitas sí piensan en esos términos pero, para bien o para mal, los tiempos del despotismo ilustrado han terminado. La revuelta es general y se verá acentuada con la entrada en las próximas elecciones al Parlamento Europeo de un bloque populista de izquierdas y de derechas con un único punto en común: no nos gusta la Europa dictada por la eurocracia.
Margaret Thatcher contemplaba el proyecto de integración europea en términos progresivos y dinámicos; es decir, un proceso ensayo-error que, a partir de la creación de un mercado único, permitiese avanzar. A estas alturas, esa idea cobra de nuevo toda su vigencia. La idea constructivista de una Europa Edificada desde arriba es impracticable, un sueño de la razón que ha contribuido a alimentar el populismo. Por eso cobra de nuevo carta de naturaleza la humilde y empírica visión tacheriana de una Europa de naciones unidas por el libre mercado.