Han pasado ya tres meses desde la celebración de las elecciones presidenciales de EE. UU. El pasado 20 de enero, Joe Biden fue nombrado presidente, y el Partido Demócrata ha conseguido el control de ambas cámaras. Puede parecer que todo ha acabado, pero no ha hecho más que empezar. Durante estos tres meses ha resultado muy difícil leer algún análisis realista y profundo del trumpismo, más allá de un par de excepciones, caso del de González Férriz. La razón principal de esta orfandad se trata de la misma que la de los últimos cuatro años: el reinado de los tópicos en el campo del análisis político, dado lo complicado de mantenerse aséptico en ese terreno. Sí hay una realidad que no se puede negar y que hemos de afrontar: que Donald Trump obtuviera 70 millones de sufragios en las pasadas elecciones, lo que lo convirtió en el segundo candidato presidencial más votado de la historia de EE. UU., únicamente por detrás del propio Biden. No podemos ni debemos pasar esto por alto a la hora de pulsar la situación de la sociedad y la política del país. Los manidos estereotipos del racismo, el machismo o la homofobia, tan empleados por muchos a la hora de diseccionar el fenómeno Trump, no aportan nada nuevo al debate. No hay 70 millones de racistas, homófobos y machistas en EE.UU. Por lo tanto, hay que huir de las explicaciones militantes, sectarias y de trazo grueso, y centrarse en estudiar, no ya a Trump, sino algo mucho mayor: el trumpismo.
A lo largo de estos últimos años, se ha acometido este intento desde dos prismas complementarios. Sin embargo, en muchas ocasiones, los encargados de poner tinta sobre papel han tratado de hacerlos parecer excluyentes, para conferir a su análisis un mayor peso y relevancia. Estos prismas son el económico o estructural y el cultural. El populismo se trata de un fenómeno político multicausal, cuya simplificación únicamente lleva a la confusión, y más al referirnos a uno de los casos más complejos afrontados en años. Porque el trumpismo no termina con Trump y, si esto no logra entenderse, nos enfrentaremos a un serio problema.
David Autor et al. (2020), en un magistral paper, intentaron darle una explicación estructural y de carácter económico. Con la retrospectiva que aportaban más de tres años de mandato de Trump, los autores señalaron cómo la competencia que generaba un mayor flujo de importaciones desde el año 2000 podría haber constituido una de las causas principales de la irrupción de un movimiento nacionalista y proteccionista como este. Compararon datos de volumen de importaciones y exportaciones por zonas, y las variaciones sufridas por estas, con el grado de apoyo a Trump en las elecciones de 2016. Encuentran evidencia significativa, aunque, como los propios autores admiten, no definitiva, de cómo las zonas que han sufrido una mayor competencia por la importación de bienes producidos en China, o aquellas cuyos volúmenes de exportación se vieron severamente reducidos a causa del mayor poder de mercado del sector manufacturero chino, han sido precisamente las que mayor polarización política han registrado. En ellas, se observa un incremento en la cuota de audiencia de la conservadora cadena televisiva FOX, mayores contribuciones económicas a pequeña escala al Partido Republicano, y un mayor porcentaje de respaldo a Trump. Autor et al. continúan una línea de análisis consolidada hace años por Dani Rodrik en la que se niega un efecto homogéneo de la globalización sobre la ciudadanía y se estudia el impacto político que el proceso de internacionalización económica tardía haya podido tener sobre quienes se han visto marginados por él. Rodrik los denomina “los perdedores de la globalización”, avalado por sólida evidencia como el elefante de Milanovic.
Aun así, el análisis puramente estructural, económico o materialista no proporciona suficiente solidez al estudio del trumpismo como para que él solo sirva para concluir sus principales causas. En este terreno, los sociólogos y politólogos han jugado un papel esencial, con explicaciones culturalistas complementarias a las ya expuestas. Muchos de ellos han dado en el clavo, precisamente porque han sabido alejarse del paradigma weberiano en el que vive Europa, en el cual los valores se erigen siempre en la guía primaria de las acciones de la ciudadanía. Con la irrupción de diversos movimientos populistas tras la Gran Recesión de 2008, y debido a su transversalidad, el paradigma weberiano perdió su posición dominante en Europa para dar paso a Laclau y compañía, de los cuales no solo se ha nutrido la extrema izquierda a nivel global. Uno de los factores principales que ha hecho quebrar el paradigma weberiano en Europa se ha tratado precisamente de la insistencia progresista en la unidireccionalidad de la cultura y los valores, lo que dificulta la comprensión de un fenómeno tan complejo como la alt-right y hace sentirse desplazados a muchos trabajadores industriales de clase media que tradicionalmente habían sido votantes de la izquierda socialista no posmoderna.
El análisis económico por sí solo no basta para concluir las principales causas del trumpismo
Los votantes trumpistas y sus homólogos europeos son extremadamente diversos en cuanto a su clase social, aunque más marcados por el factor geográfico. Comparten un conjunto de significados políticos que giran en torno a la recuperación del control perdido, y cuyo ideal de ciudadanía renace como acción defensiva frente a la globalización. Buscan el retorno de una nación victoriosa, jerárquica, fuerte y segura. Aunque cada uno lo haga por causas distintas, todos apoyan esa actuación política común, en la que, ahí sí, entran en juego una serie de valores compartidos, aunque no necesariamente en su totalidad, tal y como explicó hace algún tiempo Mark Lilla.
Por su parte, el partido Demócrata se ha dejado arrastrar por la ola de identitarismo posmoderno que afloró hace ya muchos años en EE.UU., y que actualmente se encuentra en boga. Para ello, han renunciado a un mensaje político de protección de las demandas materiales de las clases media y trabajadora norteamericana, y han enfocado su agenda socioeconómica a resarcir necesidades políticas cosmopolitas, que, más que atraer al electorado trumpista, lo han alejado y radicalizado aún más. Así, la base de votantes del expresidente se ha visto excluida de la comunidad política por un partido Demócrata que, en lugar de intentar acercarse, les ha llegado a calificar públicamente de “deplorables”.
Todo esto ha provocado que gran parte de la clase media aspiracional estadounidense haya vuelto a sentirse como la gran desfavorecida de la sociedad y, a través de su voto, ha querido expresar sus demandas de retorno a una unidad política nacional fuerte y jerárquica. Ello se ha materializado en una serie de exigencias políticas defensivas que no son patrimonio exclusivo del trumpismo (véase el Brexit). Con estas peticiones de una mayor protección (el muro, por ejemplo), los votantes de Trump y la alt-right global tratan de diseñar una nueva geografía política, en la que ellos se ubican como ordenadores del debate público, sintiendo así que recobran esa condición de ciudadanía que creían perdida. Se trata del nuevo soft power de las clases medias, como bien explicó Gilluy. Mientras tanto, el centroizquierda se hallaba enfrascado en inoportunos debates identitarios, que no trasladaban más que ruido a una democracia estructuralmente mediática.
Seguimos sin entender el trumpismo, y eso supone un problema.