Como las desgracias nunca vienen solas, a las enormes pérdidas humanas y materiales que generó la primera Guerra Mundial se unió en los años 1918 y 1919 una grave pandemia que ha pasado a la historia con el curioso nombre de «gripe española», a pesar de lo poco que tuvimos que ver nosotros en el desarrollo y la propagación de tan famosa afección.
Esto de atribuir las enfermedades a una nación concreta de forma injustificada ha ocurrido muchas veces. A lo largo de la historia se ha intentado, con frecuencia, en muchos países culpar a los vecinos de cualquier plaga o daño a la salud sufrido por sus habitantes. El caso más claro es, seguramente, el de la sífilis. Esta enfermedad ha sido conocida en diversas naciones como el morbo gálico o el mal francés; pero en Portugal y en los Países Bajos en los años de las guerras de Holanda era el mal español; en Italia era el mal de Nápoles, en Rusia el mal polaco; y en Japón, el mal chino. Nosotros, para no quedarnos atrás, denominamos esta enfermedad el real francés y el mal portugués. Y ello a pesar de que la transmisión de la sífilis está estrechamente relacionada con determinados actos humanos de carácter universal, que poco o nada tiene que ver con la nacionalidad de los infectados.
En fin, a España le tocó la pandemia de 1918 y me temo que ya nunca podremos librarnos de poco honorable término. Pero, ¿qué sucedió entonces para que aún nos acordemos de aquella epidemia, especialmente en estos últimos meses con motivo del coronavirus? Las primeras infecciones localizadas y estudiadas de esta gripe aparecieron en campamentos militares norteamericanos el año 1918, aunque se supone que estaba ya extendida antes por muchos países. Lo que fue primero un brote localizado en pocos lugares pronto se extendió, sin embargo. Y la situación llegó a ser tan preocupante que el alto mando del ejército norteamericano llegó incluso a plantearse dejar de enviar tropas a Europa para evitar la propagación de la epidemia. Pero, desgraciadamente, las preocupaciones militares prevalecieron, los soldados siguieron cruzando el Atlántico; y pronto se detectaron brotes de la enfermedad en Francia. Y más tarde en Italia, en Gran Bretaña, en España… y en muchos otros países. Parece que el hecho de que acabara llamándose gripe española se debe a que aquí no había una censura de prensa tan rígida como la que existía en las naciones beligerantes, que ocultaron cuanto pudieron los datos reales a la población por considerar que una información completa del hecho afectaría negativamente a sus estrategias militares.
Una característica de aquella gripe, a diferencia con lo que está ocurriendo con el coronavirus, fue que afectó con gran virulencia a personas jóvenes, entre los 20 y los 40 años. La explicación de este hecho no es definitiva, pero parece que, como el virus se había desarrollado bastantes años antes, muchas personas de edad más avanzada habían estado ya expuestas a él de una forma suave, lo que las había inmunizado y les permitió conservar la vida cuando se desató la epidemia.
A pesar de que los datos de que disponemos son limitados, sabemos que la tasa de mortalidad entre los infectados fue extraordinariamente alta, pudiendo llegar al 10-20 por ciento. El número estimado de fallecimientos se sitúa en torno a los cincuenta millones, más de la mitad de los cuales parece que tuvieron lugar en China. En Estados Unidos murió más de medio millón de personas; unas cuatrocientas mil en Francia y en Italia; doscientas cincuenta mil en Gran Bretaña; y unas doscientas mil en España, cifra muy elevada si considerarnos que el país contaba entonces con algo más de veinte millones de habitantes; es decir, falleció a consecuencia de esta epidemia casi el uno por ciento de la población. Para alcanzar una cifra similar en el caso del coronavirus sería preciso que murieran más de cuatrocientos cincuenta mil españoles, es decir diez veces más de los fallecidos hasta la fecha, si consideramos las estimaciones más fiables.
Hemos visto, en un artículo anterior, que en la Primera Guerra Mundial murieron aproximadamente diez millones de hombres. Los efectos de la gripe no recibieron, ciertamente, la misma difusión que los de la guerra, pero sus cifras fueron igualmente demoledoras.