La política trata del ejercicio del poder y éste de la capacidad de hacer. Cuando nos fijamos en su dimensión interior, y siempre en el entorno de las democracias liberales, el objetivo es satisfacer las demandas sociales para garantizar su cohesión. Una sociedad unida en torno a valores y principios fundamentales y con objetivos compartidos podrá resistir los sacrificios necesarios para adaptarse a un entorno cambiante. Si de lo que se trata es de su acción exterior el poder se expresa generando influencia para hacer frente a riesgos, retos y amenazas, para garantizar la propia existencia del Estado o para facilitar su desarrollo. En la relación entre el qué y el para qué hallamos el vínculo, en ocasiones complejo, entre el interés del Estado y el de la sociedad que le da forma. Una variante fundamental en las modernas sociedades democráticas, entes complejos y diversos, es la que gira en torno a la percepción del interés nacional.
En el tiempo que nos toca vivir, caracterizado por el desarrollo intenso y vertiginoso de la Revolución Digital, no parece haber duda de la relación entre poder e innovación tecnológica. Aquellos Estados capaces de generar patentes en las tecnologías críticas y que sepan aplicarlas en sus propias empresas lograrán una ventaja competitiva de carácter crítico, que les permitirá conseguir más beneficio y dotar a sus fuerzas armadas de capacidades militares diferenciales.
Si fijamos nuestra atención en Estados Unidos o en China constatamos hasta qué punto sus élites políticas han asumido estas ideas. No buscan incorporar nuevos territorios a su espacio de soberanía, como es el caso de la Rusia neoimperial. De hecho, ambas grandes potencias muestran un creciente desinterés en involucrarse en conflictos regionales. Su objetivo es dotar a sus economías de las materias primas necesarias para funcionar, garantizar sus cadenas de aprovisionamiento, generar las patentes que les doten de esa diferencia crítica y, por último, desarrollar la red comercial que les permita acceder al beneficio.
El lugar común en el rechazo social a las élites trata precisamente del desajuste entre sociedad y Estado. La Revolución Digital ha venido de la mano de la globalización. Una de sus características ha sido la deslocalización de los procesos industriales. Con ello se conseguían dos objetivos nada desdeñables: reducción de costes y generación de empleos en Estados en vías de desarrollo, apuntalando su estabilidad y su incorporación al «orden liberal». Sin embargo, el tiempo nos ha puesto frente a las consecuencias de la deslocalización: desempleo de cuadros cualificados y de trabajadores, «cuellos blancos» y «monos azules», que han acabado forjando un bloque electoral que está poniendo patas arriba los sistemas de partidos tradicionales.
En Estados Unidos facilitó la irrupción de Donald Trump, que tras hacerse con la dirección del Partido Republicano conquistó la Casa Blanca. Hoy el trumpismo es mantra del partido, por muy problemático que sea su autor para el futuro de esta formación política. Más recientemente, el presidente Biden, al frente de una maquinaria que no ceja en criticar a sus rivales, está asumiendo sus principios políticos. Unos y otros están dando forma a un nuevo consenso parlamentario en torno a la idea de que la innovación tiene que ir de la mano de la cohesión social, mediante un mayor grado de producción en el propio suelo. Se subvenciona la innovación, vinculándola al territorio.
Este proceso se ha visto favorecido por la reflexión sobre la vulnerabilidad de las cadenas de aprovisionamiento, que cuestionan la seguridad nacional. Si las fábricas no pueden producir por falta de componentes nos hallamos frente a un reto estratégico. La clase política permitió un alto grado de deslocalización porque estaba segura de la fortaleza del «orden liberal», pero ese escenario ya quedó atrás. Hoy la globalización no se cuestiona, pero determinados procesos se someten al tamiz de la seguridad, fortaleciendo la tendencia a producir en casa o en lugares seguros.
Sin restar importancia al giro, conviene no dejarse llevar por éxitos más aparentes que reales. Las nuevas/viejas élites han encontrado una vía para reencontrarse con sus votantes. Las clásicas estrategias proteccionistas pueden calmar tensiones, pero no parece que puedan solucionar el problema de fondo. La cohesión social tiene retos mayores que los derivados de la deslocalización de los procesos productivos. La Inteligencia Artificial se está llevando por delante un buen número de puestos de trabajo, un pequeño adelanto del tsunami que se nos viene encima. El cómo organicemos nuestras sociedades garantizando tanto la innovación como la cohesión social en un entorno altamente digitalizado va a ser, sin lugar a duda, uno de los grandes temas del mundo que está surgiendo.