En la crisis del coronavirus, Europa y Estados Unidos se hallan inmersos en combatir al enemigo en casa, bajo la confianza que da la lenta pero segura recuperación de China y el Sudeste asiático. Sin embargo, si la arquitectura del orden liberal internacional se está tambaleando por el Covid-19, debería resultar meridiano a estas alturas que no habrá victoria final (que pasa por la solución global) hasta que todos los países se libren de este nuevo mal. Por ello, nuestra mirada habría de posarse sobre el continente africano cuanto antes.
Allí, la incidencia del coronavirus empieza a ser notable. Si bien los casos positivos confirmados no alcanzan los 500, los expertos señalan que estas cifras no representan más que una fracción del número real de infectados. Un contagio que se espera que crezca exponencialmente en los próximos días y semanas. El virus se ha extendido por más de 30 países, y todo apunta a que avanzará rápidamente, a la vista de la escasa capacidad sanitaria y de control poblacional de este continente; un fenómeno que se producirá de una forma especialmente intensa en África Subsahariana, donde la fragilidad institucional puede resultar fatal para la contención y erradicación de la pandemia.
El temor es evidente, y del todo fundado. Por poner un ejemplo, en un estudio de 2015, se concluyó que Kenia, con 50 millones de habitantes, tan solo contaba con 130 camas de cuidados intensivos. Una dotación del todo insuficiente teniendo en cuenta que, en España, de población similar, hay hasta 348 UCI y, dentro de ellas, 4.404 camas. Así, África alberga el 16% de la población mundial, pero solo concentra el 1% del gasto sanitario, y, como señala Bloomberg, mientras que países desbordados como Italia tienen 41 médicos por cada 10.000 habitantes, África dispone de dos por cada 10.000 personas.
Por tanto, no hay personal sanitario suficiente, como tampoco recursos, y el tiempo para obtenerlos o desarrollarlos resulta escaso. De ahí que la mayoría de los países africanos hayan adoptado drásticas medidas de control, que incluyen cierre de fronteras, la prohibición de vuelos internacionales, cuarentenas a viajeros en función de su procedencia, controles médicos, y la suspensión de actividades multitudinarias. Sin embargo, pese a estos esfuerzos, resulta difícil imaginar que África triunfe donde Europa ha fracasado tan estrepitosamente.
Además, el acierto en las medidas adoptadas ha de acompañarse de una buena dosis de prudencia, dado que no se trata de uno, sino de muchos los desafíos sanitarios del continente. Recordemos, por ejemplo, que la malaria mata a 400.000 africanos cada año y, en los estadios iniciales de la enfermedad, provoca síntomas muy similares a los del coronavirus, lo que complica su diagnóstico y tratamiento.
Sin embargo, durante la crisis del ébola de 2014-2016, en África Occidental, se redirigieron a combatir este virus muchos recursos destinados a la lucha contra la malaria (así como también al VIH/sida). El resultado, como señalan numerosos estudios, fue que 11.000 personas perecieron de ébola, y otras 10.000 lo hicieron por esta desviación de medios. Resulta vital, por tanto, realizar un análisis serio de la situación por parte de los gobiernos africanos y de las organizaciones multilaterales (como el Fondo Monetario Internacional, que ya ha prometido 10.000 millones de dólares a un tipo de interés cero para los países más pobres).
No obstante, y pese a lo adverso de la situación, a priori, África presenta también algunas ventajas comparativas respecto a Occidente. En especial, África Subsahariana, hogar de 1.100 millones de personas, lo que debería constituir un motivo para la esperanza, ya que se trata de la región más vulnerable al contagio. Así, en principio, parten de unas condiciones más favorables como, por ejemplo, la elevada temperatura de muchos de estos países, lo cual puede dificultar la supervivencia del Covid-19, pese a que no esté claro que este virus sea estacional. Por ello, todavía es más relevante el hecho de que África Subsahariana tenga la población más joven del mundo. Con una mediana inferior a 20 años, tan solo el 3% supera los 65, muy por debajo del 12% de China o el 20% de Europa. Este factor puede suponer que, aunque contraigan el virus, muchos africanos no traspasen el umbral de quedar asintomáticos o subclínicos.
Por último, muchos Estados están aprendiendo rápidamente de Europa, de sus aciertos y de sus errores. Durante las primeras fases del brote en China, tan solo dos países africanos disponían de la capacidad de realizar test de Covid-19. Hoy, sin embargo, más de 40 están listos para llevarlos a cabo. Ahí reside, quizá, la clave del éxito: en tomar medidas a tiempo y prevenir.
Una precaución que a Occidente le ha faltado, pecando de un arrogante exceso de confianza, y que, ahora, le pasa una factura de consecuencias todavía impredecibles. Escarmentar en cabeza ajena puede ser una vacuna nada desdeñable, pues no cabe otra estrategia, como señala el propio FMI, que esperar lo mejor y prepararse para lo peor. Por desgracia, lo peor, en África y, por ende, en el resto del mundo, está aún por llegar.