“No existe un precedente en la historia de los Estados Unidos en que un número tan pequeño de empresas controle una esfera tan grande de las interacciones humanas”, declaró Donald Trump el pasado mes de mayo durante la firma de la orden ejecutiva destinada al estudio de las potestades de su gobierno para eliminar o modificar la Ley de Decencia de las Comunicaciones, que exime a las redes sociales de responsabilidad sobre los contenidos publicados por sus usuarios. Una prerrogativa otorgada a los proveedores de Internet en los 90 para impulsar su desarrollo, a través del debate y el pluralismo, basada en la buena fe del legislador. Un privilegio que finalmente no pudo ser revertido ni modificado por el Ejecutivo estadounidense, del que se han valido las grandes compañías tecnológicas no sólo para influir de manera directa e interesada en las elecciones del pasado 3 de noviembre, también para censurar implacablemente cualquier duda sobre la legitimidad de los comicios y, lo que es aún más flagrante, para hacer desaparecer impunemente todo rastro del mismísimo presidente de los Estados Unidos de sus plataformas. De todas. Incluso de las menos utilizadas.
Un hito nefasto que evidencia aún más la necesidad de evaluar la naturaleza y la responsabilidad de las redes sociales para cualquier estado de derecho que se precie de serlo. También, su papel en la estabilidad de la democracia misma y en el mantenimiento del régimen de libertades en el que precisamente han sido desarrolladas. Su carácter monopolístico, sólo alcanzado gracias a la complicidad con el poder público, nunca fruto de la libre competencia, como sostienen los socialistas de todos los partidos. Y su arrogada función inquisitorial, por la que, al filtrar qué se puede decir, pretenden moldear qué se nos permite pensar. Ese es el centro mismo de su rol como instrumento ideológico para atacar por medio de la censura, el escarnio o el silencio a la mayoría de la población en beneficio de unos pocos, nunca derivado de su actividad empresarial, como creen algunos dogmáticos de hombros encogidos que reparten carnés de liberal.
Demostrado hasta el extremo que las redes sociales no han honrado el privilegio que les otorgó la Sección 230 en los Estados Unidos y la ausencia normativa en Europa, lejos de todo prejuicio, urge garantizar que su relación con la ciudadanía respete la libertad de expresión y, aún más, de conciencia. La libertad en el más elemental de sus grados. Hace tiempo que las grandes empresas tecnológicas no ofrecen plataformas a sus usuarios, sino órganos de manipulación a sus amos. A través de la censura, seleccionan contenidos, editan el mensaje. Ya no son canales. Son medios. Y como tales habrán de ser tratadas. Al funcionar así, carece de sentido que disfruten unas prerrogativas vetadas a la competencia. Censurar contenidos y perfiles concretos implica respaldar los publicados. La ausencia de responsabilidad legal de las redes sociales y sus editores sobre esos mensajes es una amenaza para la democracia.
No se trata, por tanto, de buscar un efecto pendular y censurar al censor, sino de garantizar la pluralidad. De que sólo el Código Penal limite el contenido emitido por empresas capaces de eliminar la cuenta del presidente de los Estados Unidos al instante de su llamada a la calma y la paz durante la fraudulenta toma del Capitolio, mientras incluyen mensajes fomentando la violencia de Antifa, Black Lives Matter o amenazas de ISIS con años de antigüedad. Corporaciones que día a día esconden o eliminan mensajes y perfiles en favor de la vida, la familia, la nación o la fe, al tiempo que ensalzan o promocionan aquellos sobre el cambio climático, la ideología de género o las medidas liberticidas con el virus como excusa. Se trata de devolver al Estado de derecho a compañías erigidas en ministerios de la verdad, jamás elegidas por medio de ningún procedimiento democrático. Como algunos de sus líderes favoritos.