Cuando España se encamina hacia el final de la segunda década del siglo XXI, el debate político parece haber retrocedido a los años 30 de la pasada centuria. Sin duda, no hay un clima de violencia similar al de aquel período, ni los populismos contemporáneos son equiparables a los movimientos totalitarios de entonces. Por añadidura, los actuales niveles de vida, de urbanización y de alfabetización de los españoles no guardan parangón con los de hace 80 años. Sin embargo, la radicalización y polarización presentes están creando un clima de guerra civil fría cuya consolidación constituye un grave riesgo para la convivencia y la estabilidad. El fantasma de las dos Españas ha renacido frente a la perplejidad y la impotencia de la tercera España que representa los valores de la racionalidad y de la tolerancia.
Esta situación es el resultado, entre otros factores, del olvido de la Transición y de su significado por las nuevas generaciones, y del intento por otros de destruir su legado: la creación de un sistema democrático y de unas reglas del juego, la Constitución, que por vez primera en España fueron aceptadas por todos y no impuestas por un bando. Esta fue la consecuencia de dos duras lecciones, una cruenta contienda civil y 40 años de dictadura. Desde 1977, aunque muchos tiendan a ocultarlo o a minusvalorarlo, los españoles han vivido el período más libre y próspero de su historia. Esto no es discutible en términos objetivos
En la configuración de ese entorno radicalizado ha tenido una responsabilidad capital la izquierda, en concreto el PSOE, que ha abanderado tres planteamientos básicos: la utilización de la historia como instrumento de confrontación-división; el autoritarismo moral reflejado en sus políticas identitarias, y su pretensión de gozar de una hiperlegitimidad democrática frente a sus competidores. Esa triada de ideas es el producto sustitutivo, la respuesta a la crisis y al agotamiento de su tradicional discurso socioeconómico, que se ha convertido en un complemento de los otros tres.
Como ha señalado Stanley G. Payne, en la Transición hubo un entendimiento tácito que consistía en dejar la historia reciente en manos de los historiadores y de los medios de comunicación, y renunciar a usarla como un instrumento de propaganda y de confrontación política. Esta situación cambió de manera drástica desde el Gobierno del señor Rodriguez Zapatero y se ha acentuado en el del señor Sánchez. No solo se realiza una interpretación de la Guerra Civil simplista, maniquea y ahistórica, y se quiere ganar aquella casi un siglo después, sino que se pretende criminalizar las opiniones de los historiadores que no aceptan la versión decretada verdadera por el Gobierno. Esta actitud es ofensiva y divisoria en un país en el que casi todas las familias tienen un antepasado que combatió en uno de los dos bandos que se enfrenaron en la conflagración civil.
La corrección política, esa nueva religión secular profesada por la izquierda, rompe el principio de libertad e igualdad ante la ley para imponer por la fuerza al conjunto de la ciudadanía valores o creencias que en cualquier sociedad pluralista pertenecen a la esfera de la autonomía individual. Esta política es una invitación al enfrentamiento, ya que vulnera o puede vulnerar el derecho de todos los individuos a vivir como deseen, siempre y cuando no dañen a terceros. Esta afirmación se refuerza cuando el Gobierno legisla para otorgar privilegios a personas por razones de raza, sexo o condición y en perjuicio de los intereses de los individuos que no pertenecen a los colectivos favorecidos por el Ejecutivo.
Por ultimo, la izquierda ha agudizado su crónica tendencia a considerar que solo ella y los partidos que la representan son demócratas y pueden ostentar el poder de manera legítima, y que quienes se oponen a sus designios son enemigos mortales de la democracia o fascistas. La recurrente utilización de ese término para calificar a los rivales fue una decisión tomada en 1923 por la Comintern, con la finalidad de descalificar y atacar a todos los partidos, personas u organizaciones hostiles al comunismo. Ahora es usado de manera regular por casi toda la izquierda patria y por sus compañeros de viaje para descalificar al centroderecha. Una estrategia de esa naturaleza produce, de manera intencionada o no, una reacción de quienes se consideran agredidos, de aquellos que ven peligrar sus valores fundamentales. Cuando el Gobierno deja de ser neutral sobre los aspectos que se han comentado y pasa a ser beligerante, sus “víctimas” se movilizan en defensa de su forma de ver la vida. Su contraofensiva tiene una intensidad proporcional a la percepción del ataque al que se enfrentan y tiende a canalizarse por formaciones extremas o a través de una radicalización de los partidos tradicionales del centroderecha. Esto es en gran medida lo que acontece en España. Esto conduce a una bipolaridad preocupante y a convertir la política en un juego de suma cero.
La mayoría de la sociedad española no está en esa posición, pero se ve desbordada por una dinámica marcada por el radicalismo, como acaeció de facto durante el proceso que llevó a la Guerra Civil. Cuando las posiciones radicales y emocionales se imponen, el conflicto político adquiere tintes existenciales y la racionalidad, la tolerancia, el pluralismo y la libertad se ven arrolladas. Este ha sido durante siglos el triste destino de esa tercera España, liberal, abierta, constructiva, cuyos ideales se expresaron en la instauración de la democracia con la convicción de haber enterrado para siempre los viejos demonios familiares. La historia no tiene fin, nada se puede dar por definitivo y, como escribió el clásico: “la preservación de la libertad exige vigilancia eterna”.