Hace menos de mes y medio, la flamante socialista de salón y segunda política de la que más se habla en Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez, denominó a los centros de inmigrantes de la frontera estadounidense con México como “campos de concentración”. Las respuestas no tardaron en llegar. Millones de personas apoyaron su comparación, y millones la rechazaron, destacando dentro de este grupo un diputado polaco que invitó formalmente a la congresista a visitar con él varios de estos campos.
Es irresponsable banalizar el significado de “campo de concentración”, refiriéndose con ello a centros que, tanto si estamos de acuerdo o no con su existencia, no se asemejan, ni por asomo, a los de la Alemania nazi o los gulags soviéticos. Por desgracia, el uso de términos con graves connotaciones para aludir a hechos no tan extremos no resulta extraño en política. De hecho, se trata de un recurso populista cada vez más utilizado.
Emplear palabras como la escogida por Ocasio-Cortez confunde a los ciudadanos y les hace olvidar la naturaleza real de dichas expresiones. Y producirá el efecto del cuento de Pedro y el lobo. Si creemos que la amenaza viene a cada rato pero nunca acaba de llegar, cuando realmente esté aquí, nadie lo creerá. Si acusamos a todos los hombres que expliquen algo a una mujer (mansplaining, según algunas personas) de machistas, los ciudadanos se acostumbrarán a utilizar vocablos tan graves para situaciones cotidianas, de manera que, cuando verdaderamente se dé una situación machista, no podrán identificarla y tratarla con la severidad adecuada. Si todos son machistas, nadie lo es. Además, no sólo resulta grave que Ocasio-Cortez recurra a estas palabras, sino que, de alguna manera, con su acción, legitime a otros para usar tan desproporcionados términos contra sus rivales.
Políticos exaltados hay muchos, y de todas las tendencias. Además, a menudo son ayudados inestimablemente por los medios de comunicación. Hace poco, un estudio de Cambridge descubrió que el crecimiento del partido euroescéptico UKIP, de Reino Unido, había tenido una de sus principales causas en la atención mediática. No se la prestaban por ser un gran partido, sino que era un gran partido porque se la prestaban de una manera desproporcionada. ¿Podría suceder lo mismo con las palabras que utilizamos día a día? ¿Influyen los medios de masas en nuestro lenguaje cotidiano? Hace poco, el investigador David Rozado publicó una recopilación de gráficas sobre la frecuencia de uso de ciertas palabras por el New York Times desde 1970 hasta 2018. Resulta impactante verlas, pero no sorprendente. El empleo de expresiones como “patriarcado”, “mansplaining” o “masculinidad tóxica” ha experimentado una enorme subida en los últimos años, a pesar de que vivamos en el mejor momento de la historia (por ahora) para las mujeres. Tampoco se han quedado atrás “ofendido”, “desigualdad”, o “crimen de odio”, pero sí lo han hecho algunas como “deberes” (pudiendo esta última caída estar relacionada con la cada vez mayor irresponsabilidad del ciudadano medio, que pide al Estado que controle su vida a cambio de poder despreocuparse de la difícil tarea de decidir) o “ultraliberal” (que podríamos traducir como ultraizquierdista en España).
Uno repite lo que lee, y el lenguaje utilizado por los medios es, en parte, el que adoptan los ciudadanos. El periodismo político se parece cada vez más al deportivo, en el que los propios reporteros y presentadores dan su opinión sobre los hechos, en vez de limitarse a informar. La diferencia es que el periodista deportivo no expresa su opinión o se decanta por cierto lenguaje con el propósito que sí persiguen los ejemplos anteriormente citados: valerse de la audiencia para conseguir un fin, lo que implica que se considera al público un mero objeto, una herramienta para lograr un objetivo.
El lenguaje es un valioso instrumento de manipulación y de control político
La aceptación cada vez mayor de un lenguaje a juego con cierto sector político resulta indudable, y a pocos puede sorprender. Lo verdaderamente impactante (e inquietante) es la incapacidad para denunciar el abuso de aquellos atacados por este lenguaje (quienes defienden la responsabilidad y, por tanto, los deberes además de los derechos, quienes no creen que vivimos en una era de extremado machismo, e incluso aquellos que, simplemente, creen que las mujeres no son inferiores a los hombres y que, por tanto, se les puede explicar algo para ellas desconocido sin tener que pasar por el mal —y cada vez más ridículo– trago de ser, por ello, acusado de machista). Si agachan la cabeza ante este tipo de manipulación, los atacados dejan solos a aquellos anónimos de la sociedad civil (muy distintos de los anónimos sectarios que les atormentan) que tienen el valor de desafiar el sentimiento (que no realidad) de consenso.
Un ejemplo de esta cobarde actitud es la del Partido Popular Europeo, que, en vez de condenar la estrategia de acoso y derribo de grupos feministas radicales hacia los partidos que lo integran, decide seguirles el juego y arrastrarse por unos votos que nunca tendrán, aceptando también, como no podía ser de otra manera, su dañina —sobre todo cuando influye en la legalidad— visión del mundo, y cayendo en las mismas carencias morales que sus rivales. Unos imponen sus dogmas con la preciosa ayuda de una sociedad autocensora, y otros les permiten hacerlo sin estorbar lo más mínimo. Y hace mucho el que no estorba.
El lenguaje, además de una excelente herramienta para comunicarnos, constituye un también formidable y valioso instrumento de manipulación y control político. Cada vez resulta más frecuente la perversión del lenguaje para fines de ingeniería social, lo cual denigra a los controlados y representa una de las grandes amenazas de nuestro tiempo. Más grave aún el hecho de que aquellos que son normalmente atacados por este vulgar uso tratan, a menudo, de copiar a sus adversarios en sentido opuesto. Acción – reacción. No se encuentra en la política una oposición real a dichas insidias. Lo pagarán los ciudadanos de a pie, incluidos aquellos que lo apoyan.