Hace escasos días, se anunció, por fin, que el franquismo será perseguido por la vía judicial. La apología a tan abyecta forma de “pensar” se castigará, según la portavoz socialista y dura negociante Adriana Lastra. El nuevo Gobierno de coalición, rebosante de dignidad, ha llegado para restaurar nuestra rutina, sin la constante sensación, molesta como el zumbido de una mosca, de escuchar odas a un tirano. Ha venido para imponer la calma mediante el caos. Por supuesto, sin más dilación, han salido a sus platós los tertulianos habituales de los canales más objetivos a defender la hazaña del Ejecutivo. “Allá se retuerzan los cavernícolas en sus cuevas”, piensan, mirando a la cámara y recitando el guion de costumbre cual villancico navideño. La libertad de expresión, dicen, tiene límites, entre ellos las alabanzas a un régimen dictatorial. Tenemos pues, según nuestros envidiables intelectuales, que copiar a Alemania, que prohibió la apología al nacionalsocialismo, dando ejemplo al resto del mundo y derramando indignidad sobre aquel que ose criticar su decisión.
Regular la libertad siempre es un asunto complicado. Al utilizar los vastos conocimientos sobre ingeniería social obtenidos durante lustros de militancia, se nos viene a la cabeza la improbable pero nunca imposible idea de que tales maniobras se utilicen contra nosotros. El primero en dar la voz de alarma en el progresío patrio ha sido Errejón, aprendiz del ilustre vicepresidente. No sé si el camarada de Más País lo dice por verdadera convicción o por la imperiosa necesidad de diferenciación que asfixia a su formación política. Sin embargo, resulta sana la apertura de este tipo de debates.
El sarcasmo está bien, pero de él no se vive. Los políticos de los que hacemos mofa en las conversaciones de bar toman medidas reales, tan reales como la censura cada vez mayor que sufren aquellos que deciden desmarcarse del “progresismo” —no confundir con progreso, por favor. No seré yo quien apoye el franquismo, pero de ningún modo respaldaré la censura contra quien opine que constituyó un éxito, ya sea político, económico o social. Como decía el filósofo Roger Scruton, aunque aplicado a otro contexto, la izquierda cree que la derecha es malvada, mientras que la derecha está convencida de que la izquierda se encuentra, simplemente, equivocada.
Debemos construir un debate serio sobre qué resulta permisible en una sociedad liberal
La censura resulta deleznable, tanto moralmente por no respetar la libertad ajena —y, al final, la tolerancia se demuestra respetando a quienes no piensan como nosotros— como desde un punto de vista utilitarista, pues lo prohibido resulta atractivo, y la censura de una idea solo le dará un auténtico aire de exclusividad impuesto por el gobierno en su imparable carrera hacia la permanencia en el poder.
La libertad de expresión se trata de un fin en sí mismo, pero también de un medio para conseguir una sociedad tolerante y respetuosa con aquellos que son diferentes a nosotros, es decir, una sociedad adulta. Al contrario de lo que muchos creen, Popper solo admitía la intolerancia hacia los intolerantes cuando estos llegaban a la violencia, pero no cuando la manifestaban mediante abominables palabras, como hacen la mayoría de fascistas actuales que, guste o no, no utilizan aquella para conseguir sus metas.
Debemos construir entonces un debate serio sobre qué resulta permisible en una sociedad liberal, basado en argumentos y no en falacias ad populum y simplistas.
La libertad de expresión se protege tolerando a aquellos con los que estamos plenamente en desacuerdo y que, incluso, pueden desear censurarnos por nuestras ideas. No es un reto fácil, desde luego, pero sí lo correcto y, sabiéndolo, debemos luchar por ello. Tengamos en cuenta que nadie lo hará por nosotros y las consecuencias de no hacerlo afectarán a todos. La sociedad abierta, la de verdad, necesita que se la defienda frente a aquellos que, en nombre de la tolerancia, ejercen su antónimo más absoluto.