La democracia en Iberoamérica se desvanece porque la ciudadanía no cree en ella y porque las elites y los políticos que la tenían que defender no dieron la talla o la traicionaron
Mientras que el presidente Sánchez cocina a fuego lento una nueva mayoría parlamentaria con el fin de acelerar el final del sistema político fundamentado en la Constitución de 1978, en Iberoamérica se suceden elecciones con desarrollos y resultados singulares. Se mire como se mire hay pocos resquicios para el optimismo. Allí también hallamos un ambiente de fin de ciclo, en el que las formaciones clásicas, más o menos afines a las europeas, dan paso a experimentos de alto riesgo.
Cuando la señora Meloni ganó las elecciones en Italia y estuvo en condiciones de formar una mayoría parlamentaria y un gobierno con el conjunto de fuerzas del centro-derecha surgió en el resto de Europa una pregunta obvia ¿Había girado la sociedad italiana hacia el neo-fascismo? Al fin y al cabo, ella era la dirigente de la fuerza política que representaba esa tradición, más o menos adaptada a nuestros tiempos. Un destacado analista italiano se apresuró a aclararnos que esa pregunta no venía al caso, que ese no era el enfoque correcto para en-tender qué estaba ocurriendo en ese país. Sencillamente, nos precisaba, era el único candi-dato que no había tenido oportunidad de gobernar con anterioridad. Los italianos no votaban a favor de una ideología sino en contra de todos los que previamente habían fracasado.
Si queremos entender qué está pasando en el resto de Europa o en el conjunto de estados iberoamericanos deberíamos tener muy presente este hecho: las sociedades han perdido su confianza en las fuerzas políticas tradicionales y se atreven, por imprudente que nos pueda parecer, a experimentar con dirigentes que perciben próximos a sus sentimientos y razonamientos. Podríamos jugar a diseñar modelos matemáticos, de andar por casa, estableciendo una equivalencia entre el nivel de desencanto y el grado de demencia del candidato. Aunque su valor científico sería discutible, nos ayudaría a hacernos una ida de la gravedad del problema.
Iberoamérica pareció dejar atrás los golpes de estado militares y las revoluciones marxistas a partir de la década de los años ochenta, estableciendo democracias respetuosas con los derechos humanos y economías abiertas. La estabilidad debería dar paso a la inversión internacional y ésta a un paulatino progreso económico que consolidaría sociedades de clases medias. Llegaríamos, por lo tanto, al umbral de lo que había sido la reconstrucción de Europa después de la II Guerra Mundial, donde el estado de bienestar y dicha consolidación de las clases medias se convirtieron en la vacuna por excelencia contra el radicalismo, de derechas o de izquierdas.
El experimento duró poco. El arco de crisis iniciado en el 2008 y que llega hasta nuestros días se llevó por delante la esperanza de muchos. La izquierda mutó hacia el populismo, en ocasiones aliada con el narcotráfico y el crimen organizado. La derecha no dio la talla en momentos cruciales. Los casos de Macri en Argentina o de Piñera en Chile son paradigmáticos. En otros lugares optó igualmente por el populismo.
La democracia en Iberoamérica se desvanece porque la ciudadanía no cree en ella y porque las elites y los políticos que la tenían que defender y desarrollar o no dieron la talla o la traicionaron. Sus enemigos hicieron su trabajo, como cabía suponer, y los resultados están a la vista.
El problema se agrava si tenemos en cuenta la pérdida de recursos humanos que está ocasionando y de la que España es beneficiaria. Los mejores están abandonando la región para poder tener un futuro, para ellos y para sus familias. La sociedad española ve compensada su raquítica tasa de natalidad con su llegada, sin cuestionar lo que resta de cultura occidental.
Pero lo realmente más preocupante se hace visible cuando enmarcamos lo que está ocurriendo en el cambio de época que estamos viviendo. La Revolución Digital, la IV Revolución Industrial, está comenzando a poner patas arriba el modelo industrial y el corporativo, está trasformando nuestras estructuras sociales y, con ellas, sus respectivos sistemas políticos. Los cambios más importantes, los más profundos, están por llegar. Estamos ante un reto tras-formador. Se trata de adaptarnos a una nueva época y eso requiere liderazgo y cohesión. Aquellos que partan de situaciones políticas frágiles y de sociedades divididas tendrán mucho más difícil tomar las decisiones necesarias para encontrar una situación cómoda en el nuevo mundo. El riesgo de que la región se estanque, convirtiéndose en un mero proveedor de materias primas, condenada a la inestabilidad o la ilegitimidad política es realmente alta.