Al considerar como pudo producirse el atroz atentado las torres gemelas de Nueva York bastantes analistas europeos se apresuraron a concluir que una de las razones había sido la falta de cooperación entre varias agencias oficiales estadounidenses, las rencillas crónicas entre el FBI, la CIA etc…
Había algo de verdad en ello pero refocilarse sobre la descoordinación estadounidense es fútil. Otro tanto está ocurriendo catorce años más tarde en Europa como ha puesto de manifiesto la masacre de Paris de inicios de noviembre. Un sonoro artículo de hace unas semanas en Le Monde titulaba: “El antiterrorismo francés en estado de muerte clínica”. Las acusaciones reproducen las de antaño: hay fallos en la vigilancia de los autores potenciales, la maquinaria antiterrorista está anquilosada, la coordinación no es la mejor y, sobre todo, las autoridades viven en un estado de complacencia, todo al parecer funcionaría satisfactoriamente.
Los sucesos del 13 de noviembre cuestionan la complacencia. Varios de los autores de la carnicería de la sala de fiestas eran vigilados por la policía francesa y, sin embargo, pudieron actuar. Otro de ellos, el ya famoso Salah Abdeslam que sigue fugado, pudo eludir dos controles de la policía y refugiarse en Bélgica, añadamos que los servicios de inteligencia habían detectado conversaciones de terroristas con una joven en Francia. No lograron localizarla hasta después del atentado.
Los responsables franceses arguyen con razón que el crecimiento de los potencialmente sospechosos terroristas hace muy complicado la vigilancia estrecha de todos ellos. Una fuente policial manifestaba en noviembre que en Francia hay unos 3,000 agentes para vigilar a 4,000 sospechosos. (Los responsables de la matanza de noviembre no eran considerados prioritarios desde el punto de vista del peligro que representaban). Lo que implica que los europeos deben dedicar más recursos, humanos y de escuchas… a la lucha antiterrorista. Vigilar las veinticuatro horas del día a miles de sospechosos no es barato ni sencillo.
La coordinación internacional entre los países occidentales también renquea. Nadie quiere oír hablar de europeizar la lucha antiterrorista y los servicios nacionales continúan siendo cicateros a la hora de compartir información. Más de un dirigente comenta: “esto ha mejorado pero no es todavía lo que debía de ser”.
Por último están los corsés legales. La seguridad choca contra la libertad y la privacidad y en un estado de derecho las dos últimas, el affaire Snowden ha sido un toque de atención, priman sobre la primera. En algunas ocasiones hasta extremos grotescos: la policía belga, país donde, por cierto, hay seis servicios de inteligencia lo que convierte la coordinación en una quimera, tenía la práctica certeza de que el citado Adeslam se encontraba en un determinado edificio. Cuando llegó a esa conclusión era ya noche cerrada. La ley belga, al parecer, prohíbe que la policía irrumpa en un domicilio particular hasta una determinada hora de la mañana. Cuando fueron a detenerlo, el pájaro había volado.
Otra brecha surge ahora en Francia. Con la rabia que suscitó el atentado de noviembre el presidente Hollande anunció, entre su batería de medidas para luchar contra el terrorismo, que se privaría de la nacionalidad francesa a aquellos terroristas que teniéndola doble hubieran sido condenados por un atentado. Ahora parece que va a recular lo que ha provocado que del grupo de Sarkozy surjan voces diciendo que Hollande fue mentiroso y electoralista ante las elecciones regionales y que ahora, por ello, no es seguro que obtenga el consenso que busca en la legislación antiterrorista.
Resultaría lamentable que los europeos necesitaran otro atentado clamoroso para percatarse del todo de la gravedad del problema.