Uno de los grandes autores del siglo pasado, Hans Morgenthau, señalaba en su libro Politics Among Nations la lucha por el poder como principal leitmotiv en el escenario internacional. En un mundo dominado por la voluntad irrefrenable de obtener más poder, ¿dónde puede residir la solución para evitar esta escalada? El propio Morgenthau ofrecía dos posibles “barreras”: el derecho internacional y la opinión pública.
Pese a no resultar tan efectivo como el sistema jurídico estatal, el derecho internacional puede interpretarse como una “ley primitiva”[1], que trata de formalizar unas conductas mínimas válidas para las relaciones entre países. No obstante, Morgenthau apunta la existencia de grandes debilidades en este freno. La más importante estriba en la necesidad de superar los intereses nacionales, lo que, en última instancia, significa desplazar la soberanía a un nivel supranacional.
Un buen ejemplo de este proceso lo constituye la Unión Europea. El gran debate que divide a las sociedades del viejo continente es la cesión de soberanía. Si ya parece difícil que un grupo de países que comparten una misma civilización (valores, cultura, historia, etc.) pueda transferir su soberanía nacional a un ente regional, la convergencia de intereses entre cerca de 200 Estados se antoja imposible.
Ante la ineficiencia del derecho internacional, la “barrera” que nos resta es la opinión pública. En este punto, el autor hace una interesante reflexión. Si bien es cierto que, gracias a la tecnología, el mundo se ha convertido en lo que conocemos como una “aldea global”[2], también ha permitido al Estado un grado de control sobre la sociedad inimaginable sin dicha tecnología. Además, la existencia de una opinión pública de carácter global se ve limitada por el nacionalismo. Una vez más, el proyecto europeo sirve de ejemplo paradigmático.
Sin embargo, Morgenthau minusvaloró la capacidad de influencia de este contrapeso sobre la política internacional de la siguiente forma: “Modern history has not recorded one instance of a government having been deterred from a certain international policy by the spontaneous reaction of a supranational public opinión”[3]. En disculpa del autor, cabe señalar la fecha de publicación de su libro (1948). Hoy en día, hay sobrados casos en los que la opinión pública ha conseguido influir, e incluso modificar, la política exterior de un Estado. Un ejemplo reciente sucedió en España en 2004. Tras los atentados terroristas del 11-M, la opinión pública española se movilizó y, con la elección de un nuevo Ejecutivo, cambió radicalmente la política internacional del país. Es esa, la manipulación de la opinión pública, la principal meta de los grupos terroristas. Otro argumento a favor de no restar importancia a esta “barrera”.
Por tanto, nos encontramos ante una difícil encrucijada. En un mundo dominado por el ansia de poder, cuyos principales actores son Estados que, en no pocas ocasiones, se alejan de la defensa de sus ciudadanos (su razón existencial) para acometer otros objetivos espurios, parece una contradicción confiarles la defensa de nuestra sociedad. Este fue el mismo debate moral que tuvo que enfrentar Morgenthau, junto a muchos otros antes que él.
No obstante, y pese a las críticas de algunos autores[4], es posible que el Estado asuma la protección de los ciudadanos sin por ello sobredimensionar su tamaño. Esta teoría es defendida por Robert Nozick en su obra Anarquía, Estado y Utopía. En el libro, defiende la existencia de un Estado mínimo (Estado ‘gendarme’), cuya única función consistiría en la protección de los individuos dentro de su territorio mediante el monopolio de la violencia[5]. La existencia de dicho Estado la justifica de la siguiente forma[6]:
En un Estado de naturaleza lockeana, en que los individuos tienen derechos naturales, algunos de estos se asocian para hacer frente a las violaciones que alguno de ellos sufra. Estas son las conocidas como ‘asociaciones de protección mutua’. Por eficiencia y por las ventajas que supone la especialización y división del trabajo, es lógico que aparezcan varias agencias. Cada una ofrece distintos precios, pólizas, etc. Con el paso del tiempo, y siempre mediante un proceso de contrataciones y asociaciones acordadas en un mercado libre, y dada la naturaleza del servicio que ofrecen, la multitud de agencias de protección en un territorio determinado empiezan a reducir su número, de forma que una se acabe consolidando en dicho territorio en detrimento de las demás. Es la «Agencia de protección dominante».
En el momento del proceso en que la Agencia de protección dominante tiene el cuasi monopolio del uso de la fuerza en un territorio, aún pueden quedar independientes que prefieran, pese a las dificultades, hacerse justicia por sí mismos. Por este motivo, Nozick llama a la Agencia de protección dominante como Estado ‘ultra mínimo’. Hasta aquí, afirma este autor, la narración demuestra que un Estado ‘ultra mínimo’ podría nacer de modo inintencionado, como consecuencia de la interacción de los diferentes individuos; surgimiento que, además, resulta lícito en la medida en que no conculca los derechos de nadie. Sin embargo, la persistencia de los independientes impide que se pueda hablar de un Estado mínimo.
Es posible que el Estado asuma la protección de los ciudadanos sin por ello sobredimensionar su tamaño
Para dar el paso desde un Estado ‘ultra mínimo’ a uno ‘mínimo’, Nozick utiliza el principio de compensación. Básicamente, se define como la prohibición a los independientes de ejercer su derecho a castigar a cambio de la protección gratuita (compensación) de la Agencia de protección dominante. Y así, finalmente, es posible construir el Estado mínimo.
En esta línea de argumentación se apoya el liberalismo clásico. Algunos autores contemporáneos incluso han cuantificado el tamaño deseable que debería tener dicho Estado. Pero, más allá de las cifras, parece evidente que el mejor argumento para defender la necesidad de que exista un Estado es la protección de sus ciudadanos. En ello radica su principal función.
Por otro lado, también debemos hacernos eco de las críticas a esta teoría y ser conscientes del peligro permanente que subyace en ella: el crecimiento desmesurado del Estado. O lo que es lo mismo, el añejo dilema entre seguridad y libertad.
Como conclusión, podemos condensar el pensamiento liberal clásico en dos frases:
“Aquellos que renunciarían a la libertad esencial para adquirir un poco de seguridad temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad”. Benjamin Franklin.
“Para que triunfe el mal, solo es necesario que los hombres buenos no
hagan nada”. Edmund Burke.
[1] Morgenthau, Hans J. Politics among Nations: the struggle for power and peace, Alfred A. Knopf, 1948, Nueva York, p. 211.
[2] Término acuñado por el sociólogo canadiense Herbert Marshall MacLuhan.
[3] Morgenthau… op.cit. p. 198.
[4] Véase: HUERTA DE SOTO, Jesús: “ Liberalismo clásico versus anarcocapitalismo”, Misses Daily Articles- Misses Institute: Austrian Economics, Freedom and Peace, [en línea] <https://mises.org/es/library/liberalismo-cl%C3%A1sico-versus-anarcocapitalismo > (Consulta: de 15 de julio de 2019).
[5] En la obra de Nozick, el derecho natural a castigar.
[6] Extraído de NOZICK, Robert. Anarquía, Estado y Utopía, p. 23-39, [en línea] < https://austrianlibrary.files.wordpress.com/2013/03/anarquia-estado-y-utopia-de-robert-nozick.pdf > (Consulta: 16 de julio de 2019).