Como ya es por todos conocido, la configuración del futuro Ejecutivo dependerá de las militancias de los autodenominados partidos de “progreso”. Partido Socialista, Unidas Podemos, Izquierda Unida y ERC han dejado en manos de sus afiliados el futuro del país. O eso tratan de transmitir las cúpulas de estas formaciones de izquierda, cuando la realidad de estos procedimientos plebiscitarios se aleja bastante de una mayor apuesta por la democracia.
El motivo radica en que estas consultas que pretenden erigirse en mecanismos de democracia directa no son sino herramientas para blindar el poder de un líder o una élite dentro del partido, así como asegurar que se lleva a cabo la postura que defienden. Además, también como de costumbre, el efecto de estas recetas, o vías, que emplea la izquierda contravienen precisamente aquello que pretenden (o eso dicen) alcanzar. En el caso de las consultas a la militancia, un procedimiento que persigue un mayor consenso.
Difícilmente pueden lograrlo cuando las citadas formaciones políticas supeditan su posicionamiento, no ya a sus votantes —esencia de la democracia representativa—, sino a sus afiliados, quienes, en el mejor de los casos, se cuentan por cientos de miles (178.651 en el caso del PSOE), mientras que, en otros, apenas llegan a un puñado de miles (como los 8.500 a los que estaba dirigida la consulta de ERC).
Pero el verdadero problema de someter cuestiones de envergadura a la militancia no reside únicamente en la magra proporción de consultados respecto a votantes. A este problema cuantitativo se une otro cualitativo, consistente en el hecho de que, en una amplísima mayoría, la militancia esté formada por los más leales simpatizantes del partido y de su cúpula, que, en los jerárquicos partidos políticos españoles, difícilmente se disocian —ni tan siquiera, paradójicamente, en aquellos de concepción federal como el PSOE. Así, esta especie de guardia de corps rara vez disiente de la opinión del líder o los jerarcas, lo que queda reflejado perfectamente en las preguntas que vertebran estas consultas y que pocas veces resultan neutrales.
Bien por miedo a la purga, bien por su férrea afinidad a la línea marcada por el partido, la militancia se manifiesta como el eco de la voz de su líder. Sólo así se explica el refrendo masivo al acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos, que se saldó con un 92% de votos a favor en el caso de la consulta del PSOE —respaldo que, seguramente, veamos replicado en la de Unidas Podemos, cuyo plazo finaliza mañana—, o la adhesión a la tesis de la cúpula de ERC por parte de un 94% de los participantes en la suya.
España no se caracteriza por la democracia interna de sus partidos, pero resulta especialmente bochornoso el ridículo maquillaje aperturista que tratan de aplicarse las formaciones de izquierda, el cual no hace sino poner más de relieve un último rasgo de la democracia plebiscitaria que practican con regularidad: el control personalista y demagogo por parte de sus líderes. Así lo señaló Weber hace casi un siglo en su Economía y sociedad (1921), al decir que la democracia plebiscitaria se trata de una suerte de dominación carismática, oculta tras la máscara de legitimidad que arroja la voluntad de los dominados —militantes—; una verdadera devoción que, unida a un instinto de supervivencia muy notable, explica por qué Sánchez e Iglesias siguen dirigiendo sus respectivos partidos. Mientras tanto, más de media España observa con estupor la materialización del abrazo de los susodichos: el enésimo ejercicio democrático de la izquierda que, como viene siendo habitual, no pasa de burda tomadura de pelo.