El presidente del Gobierno, a quien tanto complace ser presidente del Gobierno, ha declarado repetidamente que su objetivo político es crear una sociedad justa en España. Es una afirmación consoladora, pues ¿quién podría oponerse a tan noble propósito? Además, la vaguedad del concepto puede justificar cualquier medida tomada en su nombre. Nada se resuelve con preguntar: ¿qué entiende usted por justicia y a qué sociedad se refiere? El enzarzarse en definiciones de la justicia social no aclara mucho. El Diccionario de la Academia de la Lengua, al que acuden tantos ensayistas emperezados, o bien solo pone en evidencia la diversidad de definiciones a disposición de cualquier arbitrista o bien lleva a caer en una regresión infinita —¿qué significa justa, qué significa sociedad? ¿Somos seres sociales o individuos autónomos? Et ainsi de suite. La búsqueda de la esencia de un concepto, objeto de la definición desde tiempos de Aristóteles, termina en el vacío o en el capricho. Cierto es que las palabras importan mucho en la discusión política, porque se prestan a la mixtificación y el engaño de inocentes. Especialmente peligrosas son las “palabras percha”, de las que puede colgar cualquier cosa. Hayek era más duro: las llamaba “ferret words”, o “palabras serpiente” que diríamos en español, pues enturbian las discusiones o llevan veneno escondido. Cualquier cosa puede colarse con la expresión “sociedad justa”.
En realidad, al definir un concepto, el ideólogo intenta pasar de matute sus preferencias acogiéndose a un uso idiomático: de hecho está proponiendo una teoría o hipótesis sobre cómo debe organizarse una sociedad. No debería refugiarse en definiciones verbales sino plantear la discusión de propuestas sobre cómo aplicar la justicia y examinar en qué medida lo justo choca con otros valores o los limita. Luego, y a la vista de esas consecuencias e interferencias, el dialéctico habrá de elegir dónde se coloca, qué elige y qué propone.
La sociedad justa es un eufemismo de la sociedad igualitaria. ¿Es justa la sociedad que organiza los ingresos según el mérito, el esfuerzo o el trabajo? ¿Es justa la libre competencia? ¿Son de justicia las consecuencias de que el Estado busque protegernos “de la cuna a la tumba”? ¿Cómo repercute en la libertad la reivindicación de un salario justo o una pensión justa? ¿Puede forzarse a los propietarios de pisos vacíos a que los alquilen, vista la escasez de habitación? No voy a reducirme, pues, a disputas sobre la esencia de la justicia. Tampoco quiero contentarme con examinar, al estilo de los utilitaristas, si esta o aquella versión de la justicia aumenta la utilidad o el bienestar de la mayoría, o mejora la eficiencia de la producción económica. El cálculo de la utilidad o de la eficiencia de un arreglo no decide las cuestiones sino que ilustra su coste de oportunidad en términos de otros fines que también valoramos. Intento obligar a mi contrincante a evaluar las repercusiones de su defensa de un valor sobre sus otros valores, y luego a decidir cuánto de esto o aquello está decidido a sacrificar por alcanzar una meta. Nuestras valoraciones no son deducibles de los hechos; los hechos únicamente nos obligan a mirar de frente las consecuencias de nuestras decisiones y luego elegir a sabiendas.
LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD. Si la libertad, igualdad, y fraternidad proclamadas por los revolucionarios franceses forman parte de nuestros valores, tendremos que ver cuál creemos que debe predominar y a costa de qué sacrificios de los otros.
Si para que el señor Sánchez considere que hay justicia social hemos de conseguir que los ingresos y la riqueza de los individuos sean más iguales o iguales del todo, habrá que ver qué sacrificios ello supone para la libertad individual y la armonía entre los humanos. Habremos de decidir si estamos dispuestos a hacerlo distorsionando la libertad individual o fomentando la envidia. Habrá que atender a los hechos, sobre todo cuál es el origen de determinadas desigualdades y qué es lo que en la realidad lleva a mayor igualdad de condiciones y bienestar. Se denuncia el sistema capitalista por su dureza y la desigualdad que crea. Pero si se constata que, desde principios del XIX, ha conseguido mejorar la alimentación y vivienda de millones de personas de forma nunca vista, entonces habrá que mirar con ojo crítico las propuestas de quienes quieren sustituirlo revolucionaria o paulatinamente por un socialismo más o menos duro. Habrá que ver que vale la pena en términos de la propia igualdad el recorte de las libertades personales que ello supone.
Las desigualdades son mayores en las sociedades cerradas o en los pueblos en que todo es política. Podría resultar que el sistema capitalista fuera el más igualitario de todos los que ha probado la humanidad. Como es muy difícil comparar bienestares, me reduciré a medidas muy básicas; me contentaré con ver el avance realizado en términos de pobreza. Según Ban Ki-moon, Secretario General que fue de las Naciones Unidas, el Proyecto Milenio que él contribuyó a lanzar ha conseguido que el número de pobres de solemnidad en el mundo, los que viven con 1,25 dólares al día, se haya reducido a menos de la mitad entre 1976 y 2015 (de un 47% a un 14%). Cierto que todavía quedan unos 836 millones de personas en esa extremidad de pobreza y que son demasiados. Pero la mejoría se debe solo en una parte mínima a la ayuda internacional, que muchas veces acaba en Suiza o las islas Caimán. Si el conseguir que, con una población aún en crecimiento, tanta gente haya empezado a acercarse al nivel de vida de los más afortunados, y en tan corto tiempo puede atribuirse principalmente a la globalización y la migración típicas del capitalismo competitivo, entonces habrá que decidir si es aceptable pedir que se vuelva a la igualdad socialista y a la fraternidad nacionalista.
EL MÉRITO Y EL SUELDO. Lo mismo cabe decir de la propuesta de ligar ingresos y riqueza con mérito y esfuerzo. Parece de sentido común el que un trabajo más rudo o más desagradable reciba una remuneración mayor que una ocupación cómoda y elegante. ¿Es justo que un catedrático de ilustre carrera gane menos que un hábil futbolista? ¿O que un médico salvador de vidas haya de contentarse con la centésima parte del sueldo de una cantante guapa y descarada? Pues sí que lo es, porque la cantidad de trabajo no es la causa del valor, sino el que los demás valoren lo que uno produce y se lo compren. Si por otra parte la profesión del catedrático o el médico redundan en honor y aprecio generales, miel sobre hojuelas.
Los denostados especuladores, que ganan fortunas (algunos) porque compran barato y venden caro, se aprovechan de ser de los pocos que han intuido el futuro punto de equilibrio de los precios de demanda y oferta. Ello pide mucho trabajo y buena contabilidad, pero no es lo que explica que ganen dinero. No tienen mérito sino fortuna.
LA LIBERTAD DESTRUCTORA Y CREADORA. La sociedad libre es dura y a la vez agradecida. Si las leyes funcionan bien, elimina del mercado a los incompetentes. Exige un esfuerzo continuo para mantener la cabeza fuera del agua e incluso prosperar. Obliga a depender del favor o la necesidad de los demás. Pero al mismo tiempo provoca la prosperidad general, redime la pobreza y libera a las masas. Destruye las situaciones de favor cuando el Estado deja libre el comercio y la competencia. La mala conciencia de los ricos y la envidia de los malos perdedores hacen que sin cesar se intente embridar el capitalismo para hacerlo más social y comunitario. No hace falta. Es peligroso. La búsqueda de la prosperidad personal y familiar, junto con la satisfacción de un buen nombre y la búsqueda del aprecio de los demás acaban produciendo lo que los justicieros buscan imponer a costa de las libertades.