La intervención parlamentaria del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tan esperada como clarificadora, ha servido para poner negro sobre blanco las prioridades de política fiscal del nuevo Ejecutivo salido de la moción de censura. En este sentido, el presidente Sánchez ha enseñado las líneas fundamentales, las cuales pueden clasificarse de dos formas: por un lado, continuista en materia de gasto público y rupturista en materia de ingresos con respecto a la política fiscal del anterior presidente Rajoy.
Así, el presidente Sánchez no solo aplicará con fruición el Presupuesto hoy vigente diseñado por el Gobierno del PP, sino que además irá más allá en materia de gasto sin haber siquiera soslayado la imperiosa necesidad de reformar el sistema de financiación autonómica. Relajar el objetivo de déficit público para las comunidades autónomas no es cambiar el sistema que ya en 2014 debería haber sido reformado, sino todo lo contrario, es complicarlo aún más, alimentando las pretensiones de gasto de los gobiernos regionales a menos de un año para las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2019. Aunque dos décimas de PIB puedan parecer poco, es sin duda un lujo que España no debería haberse permitido, más aún cuando el Banco Central Europeo (BCE) deje de comprar deuda pública española a finales de este año y se empiecen poco a poco a normalizar las primas de riesgo de las economías de la eurozona.
Éste es, en resumidas cuentas, el problema de fondo de la política fiscal que quiere llevar a cabo el Gobierno Sánchez: mientras que un incremento del gasto público es una variable cierta o conocida, el incremento de los ingresos previsto con los nuevos impuestos expuestos en las Cortes (que no explicados aún) es una variable incierta o totalmente sometida a incertidumbre. Por ello, se trata de un movimiento de final desconocido pero con un impacto real e inmediato sobre las decisiones de consumo e inversión de familias y empresas. Se parte de una falacia narrativa como es creer que “las grandes empresas pagan pocos impuestos en España” fijándose en un cálculo erróneo como es el tipo efectivo medio del Impuesto de Sociedades, donde -nótese el disparate conceptual- se comparan los ingresos tributarios efectivos en España con el resultado contable consolidado global.
Para llegar a semejante conclusión, y lo que es peor, hacer creer este mensaje a la ciudadanía, lo primero que hay que pensar es en la estructura económica y empresarial de España. En un país donde el 99,8 por ciento de las más de 3,2 millones de empresas son pymes (incluso micro-pymes), no se puede pretender que Sociedades recaude lo mismo o similar que en países con una base mayor de empresas medianas y grandes como Alemania, Francia o Reino Unido. Pero hay una cuestión adicional todavía más importante: el 0,02 por ciento (apenas 22.000 empresas) que son grandes empresas están tan internacionalizadas que raros son los casos de compañías que obtienen el 30 por ciento o más de sus márgenes operativos en España.
Por consiguiente, la pregunta es: ¿Obligamos a pagar a las grandes empresas impuestos en España por los resultados por los que ya pagan impuestos en otros países? Ésta es la filosofía de fondo del anunciado “tipo mínimo” del 15 por ciento, cuya probabilidad de aplicación práctica es muy pequeña. Fundamentalmente porque así planteado es ilegal tanto en el ordenamiento jurídico español como en el europeo e internacional, ya que contradice el principio tributario básico de evitar dobles imposiciones, aparte de violar de forma tácita o explícita los convenios internacionales de doble imposición firmados con terceros países. Si el debate no tuviera estos tintes tan marcadamente de obsesión recaudatoria, y tan sesgados desde el punto de vista ideológico, podrían discutirse ajustes técnicos en deducciones o bases imponibles negativas que afloraran verdaderos comportamientos de elusión fiscal. Pero llegados a este punto en un debate tan embarrado como éste, no hay más salida que ser realistas, evidenciando el enorme coste que tiene un viraje de política fiscal como éste para tan escasos beneficios y el impacto que tanto directo como indirecto tendrá sobre los contribuyentes y consumidores de clase media-baja.
Dicho de otra forma: todos estos riesgos recaudatorios, económicos, financieros y legales serían asumidos por una Administración que en el mejor y más optimista de los escenarios conseguiría recaudar one-off 5.060 millones de euros con el “tipo mínimo”, tomando las últimas cifras de Recaudación Tributaria de bases y tipos publicada por la Agencia Tributaria correspondiente a 2016. Del resto de nuevos impuestos contemplados en la cesta anunciada, no cabe estimación alguna puesto que no se conoce ni el hecho imponible ni el sujeto pasivo del impuesto. Rumores como la imposición a las tecnológicas según sus ingresos en España chocaría con otro principio tributario básico como el de capacidad de pago o constituiría a efectos prácticos un arancel prohibido por el Derecho comunitario.
En resumidas cuentas, se trata de una operación fiscal de alto riesgo con una alta probabilidad de desequilibrio permanente de las cuentas públicas. Dada la estructura fiscal española, donde los impuestos que más recaudan son las cotizaciones a la Seguridad Social y el IRPF, exprimir aún más el Impuesto de Sociedades no es la mejor de las ideas. Más aún cuando de cada 100 euros de beneficio bruto de una gran empresa, 61,57 euros se dedican a pagar todo tipo de impuestos, cotizaciones y tasas según los cálculos del informe La factura fiscal de las empresas del think tank Civismo. El margen recaudatorio, en cualquier caso, es notablemente escaso y con grave riesgo de deslocalización tanto productiva como de la sede fiscal.
La certidumbre de un incremento sustancial del gasto público de carácter estructural, unido a una total incertidumbre por el lado de los ingresos que incluso en el mejor de los escenarios serían de naturaleza cíclica, condena a España a una inestabilidad fiscal permanente. Si bien era justo ser realistas en los objetivos del déficit pactados con la Comisión Europea tal como bien señaló la ministra Calviño, no es menos cierto que el nuevo Gobierno debería haber sido mucho más responsable presentando un verdadero ajuste fiscal que devuelva a España a la senda correcta de la estabilidad presupuestaria, especialmente reduciendo el déficit estructural del 2,5 por ciento actual al 0 por ciento a lo largo del ciclo económico. Pero no solo esto.
El esfuerzo fiscal debe ser mucho mayor para conseguir controlar el ratio de deuda pública sobre PIB, el cual oscila en torno al 100 por ciento. Para ello se necesita un superávit primario del 2 por ciento del PIB. Actualmente, España sigue estando en déficit primario y de haber seguido el guión fiscal anterior a Sánchez, en 2019 se habría visto el primer superávit primario una década después. España tiene el dudoso honor de ser el país con el mayor déficit primario, estructural y total de la zona euro. Y esto, en un escenario de retirada de los estímulos monetarios y una deuda pública 63 puntos de PIB superior a cuando España entró en la crisis de 2008, hace especialmente vulnerable a la economía. No ser conscientes de que el coste medio de financiación actual del pasivo total en circulación está claramente infravalorado (actualmente en el 2,54 por ciento) por el efecto del QE, es una grave irresponsabilidad en el mejor momento del ciclo cuando debería generarse ahorro público suficiente para hacer colchón ante futuras crisis.
En suma, renunciar a la estabilidad presupuestaria y al control de la deuda -como muestra la nueva política económica del Gobierno Sánchez- que con gran esfuerzo se logró incorporar como precepto constitucional básico en el artículo 135 de la Constitución Española (tan denostado en los últimos años por el propio presidente Sánchez), es un error que pagaremos más tarde o más temprano, especialmente cuando la economía se asome a la próxima crisis que pueda llegar a partir de 2020.