Recuerdo muy bien qué shock económico iba a suponer para los casi 16 millones de habitantes de la extinta RDA la adhesión a la República Federal de Alemania hace 25 años: economía de mercado con competencia internacional en vez de planificación central y proteccionismo comercial, una moneda fuerte y convertible en vez de una moneda de uso doméstico y con un tipo de cambio intervenido, empresas privadas en vez del denso tejido de conglomerados públicos reinante, responsabilidad individual en vez de una tutela omnipresente por parte del Estado, sindicatos libres en vez de meros receptores de las órdenes gubernamentales. Todo una operación de cambio imponente, sin precedentes en la historia.
Lo que en el Oeste era normal, en el Este era nuevo y desacostumbrado. Nuestros nuevos compatriotas se dieron pronto cuenta de que el logro de las libertades políticas conllevaba la necesidad de duros ajustes en el trabajo y en la vida cotidiana, dado el punto de partida económico a todas luces desfavorable: las empresas orientales no eran competitivas a precios de mercado mundial, el nivel de la productividad laboral estaba dos tercios por debajo del Oeste, el cuidado del medio ambiente era nulo, el estado de las carreteras, las vías ferroviarias y la telecomunicación dejaba mucho que desear. Disponer del deutschmark, poder viajar por el mundo y comprar un coche de fabricación occidental agradaba en el Este a todos; pero cambiar completamente de sentimiento anticapitalista costaba más, a muchos hasta hoy. Los 40 años de dictadura comunista en la RDA habían dejado sus huellas en la sociedad, como no podía ser de otra manera.
El shock de sistema recibido fue acrecentado por dos graves errores de política. Uno, la decisión del canciller Kohl de convertir de un plumazo los salarios orientales de la antigua moneda a la nueva al 1:1, haciendo caso omiso a las advertencias de los expertos, incluido el Bundesbank. Dos, la presión de los sindicatos como el poderoso IG Metall, igualmente criticada, de armonizar rápidamente los salarios del Este con los del Oeste. Los responsables no querían entender que sus objetivos, por bien intencionados que fueran, no eran compatibles con la tan baja productividad laboral que reinaba en Alemania oriental. Los “paisajes florecientes” que había presagiado Kohl para el Este no podían llegar bajo estas condiciones en, como él decía, 3 o 4 años. Primero había que digerir un desplome total de la industria oriental y una explosión del paro laboral en varios millones de personas.
Ahora bien, desde el principio el Gobierno federal puso mucho énfasis en medidas destinadas a reconstruir en el Este la economía, modernizar la vivienda, mejorar las infraestructuras, subsanar el deterioro ecológico, renovar el sistema educativo e instalar la encomiable Seguridad Social de occidente. Las transferencias financieras del Oeste al Este fueron enormes; hasta ahora un total de más de 1,5 billones de euros (un 4% del PIB al año). Los alemanes todavía hoy pagamos el llamado Impuesto de la Solidaridad en forma de un recargo sobre el IRPF (5,5% actualmente, aunque de 1991 a 1997 fué el 7,5%). Esto viene suscitando algún que otro recelo en Alemania occidental, porque quedan menos recursos públicos para financiar aquí inversiones en infraestructuras y vivienda social, que falta hacen.
El proceso de convergencia real de Alemania oriental ha avanzado notablemente, pero desde hace varios años está cerca del estancamiento. Actualmente, la economía del Este aporta el 15% al PIB alemán y la industria manufacturera un 8,7% al valor añadido total del sector (en ambos casos cuatro puntos más que en 1991). La productividad laboral se sitúa en un 67% del nivel occidental. El paro laboral ha disminuido bastante tras su máximo histórico en 2005 (20,6%, cuando en el Oeste estaba en el 11%) , aunque con una tasa del 9,5% sigue superando el registrado en Alemania occidental (6,5%). Dos de los cinco nuevos länder (Sajonia y Turingia) vienen exhibiendo unos ritmos de actividad notables. El nivel de vida de los ciudadanos en Alemania oriental, en términos de renta disponible, se ha acercado visiblemente al de los alemanes occidentales, y en el antiguo Berlín oriental lo ha alcanzado por completo.
Que la convergencia esté sin acabar tiene diferentes causas. Una es que las empresas son demasiado pequeñas y poco innovadoras y están insuficientemente especializadas para una exportación dinámica. Otra causa es la competencia de los países vecinos como Polonia y la República Checa, donde los costes laborales son muy bajos. Además, la inversión directa extranjera prefiere ubicarse en el Oeste. Un agravante es que muchos jóvenes cualificados, incluidos universitarios, prefieren labrarse su futuro en Alemania occidental por considerar que allí las perspectivas profesionales y la calidad de vida son mejores. Todo esto limita el potencial de crecimiento de la economía. Estos parámetros pueden cambiar, claro está, pero no de hoy a mañana. Según estimaciones del Instituto Ifo, podría tardar otros 25 años hasta que se complete la convergencia del Este al Oeste.