Una ambición cautiva del voto cautivo
29 de septiembre de 2019

Ya inmersos en la campaña política y con el foco puesto en el 10 de noviembre, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno en funciones, pone en marcha aquellas posibles estrategias que permitan, a él y su gobierno, un ensanchamiento de su fuerza parlamentaria en los próximos comicios. Un ensanchamiento que, por otro lado, desbloquee la investidura y la gobernabilidad de un país sometido al más absoluto bloqueo político. Un reto difícil, dado el nuevo escenario fragmentado, pero por el que, como veremos a continuación -y he dicho en numerosas ocasiones-, Pedro Sánchez está dispuesto a pagar lo que sea necesario.

Para Sánchez, La Moncloa es una obsesión. En especial, ostentar esa posición de poder, en esta ocasión, con una victoria absoluta en las urnas y no a través de coaliciones o mociones de censura, lo que justificaría cualquier acto, por maquiavélico que sea. Tal es el nivel del que hablamos, que hemos sido testigos de cómo el propio Sánchez, haciendo uso del perverso sistema de financiación autonómica, ha desbloqueado, “in extremis”, el presupuesto procedente de la fiscalidad para las autonomías; presupuesto que tenía congelado como arma negociadora para lograr la deseada abstención del bloque centro-derecha, ante la incapacidad de formar gobierno.

Y es que, como digo, para Sánchez no hay nada imposible, nada que se le imponga entre el y su deseado sillón. Un sillón por el que trató de negociar con los presupuestos, sin la capacidad de lograr la abstención, utilizando como hemos dicho, irregularidades y escondrijos presupuestarios para justificar tal acción. Una acción que, ahora, ante el fracaso de en las negociaciones parlamentarias, pretende suplir con otro tema más que delicado en campaña electoral, las pensiones; ganándose a un gran porcentaje de votantes, que, como conocemos, suelen casar más con el bloque de la derecha, pero que ante lo ocurrido con las pensiones, asignarán su voto a aquel que le de una solución ante la insuficiencia monetaria.

Como sabemos, las pensiones en estos momentos son un sistema completamente deficitario. Pese al parcheo realizado con el Pacto de Toledo en los últimos años, el tema de las pensiones y su sostenibilidad han sido duramente cuestionadas. La incapacidad -a largo plazo- de sostener unas pensiones en un escenario que presenta una estructura demográfica invertida, así como un país en el que el desempleo juvenil, y el general, representan una de los mayores tasas de la Unión Europea -solo por detrás de Grecia-, dificulta la capacidad de hacer frente a un sistema de pensiones, así como las continuas revalorizaciones que experimentan, que, dicho sea de paso, posee una de las tasas de sustitución más elevadas de la Zona Euro.

A la espera de una respuesta de la abogacía del estado, el Gobierno plantea una subida de las pensiones antes de las elecciones de noviembre. Una subida que, partiendo del sorteo del límite legal que supone esto, es una estrategia puramente electoral, pues en materia económica, y sin unos presupuestos que las garanticen, hacer esto, de esta forma y con la brevedad que se pretende, no es cosa de que al Partido Socialista le preocupe el poder adquisitivo de los pensionistas; sino que lo que le preocupa realmente son las movilizaciones que pretenden comenzar los pensionistas para reclamarle esa indexación al IPC y que, de cumplirse, supondría un caladero de votos, o la pérdida de los mismos.

La Seguridad Social, en estos momentos, sigue soportando una lectura negativa, con estimaciones de la AIReF que sitúan el saldo negativo en los 16.000 millones de euros; factor que impide una revalorización de las pensiones superior al 0,25%. Sin embargo, Sánchez sabe que ese 0,25% es insuficiente para los pensionistas, por lo que busca la forma de sortear ese límite legal y revalorizarlas al hilo con lo deseado por los demandantes. No obstante, al igual que ya hizo en el mes de diciembre del año pasado, las consultas se enfocan de cara a sacar un decreto de urgencia, característico de Sánchez y su incapacidad parlamentaria, para revalorizar las misma, como así lo exigen los pensionistas. Una medida que, ya en diciembre, costó al país 2.700 millones de euros.

No es sino una manifestación más de un presidente que antepone el rédito electoral de los pensionistas a paliar déficit de nuestra economía, o a articular una mayoría que ponga en marcha presupuestos adaptados a las necesidades actuales. Una ilusión óptica de un gobierno que sigue hablando de crecimiento, mientras los indicadores muestran ralentización; un gobierno en confrontación con el Banco de España, con el único fin de que sus analistas no desmonten las previsiones del Ministerio de Economía.

Un gobierno al que le van más los sillones, que la propia salud financiera y económica del país. Y lo preocupante es que su actuación puede otorgarle el éxito deseado, pues el voto cautivo existe y no ha de ser desdeñado.

Habitualmente, se denomina voto cautivo al caudal electoral estable con el que cuentan los diferentes partidos políticos, que apoya a una formación política bajo prácticamente cualquier circunstancia.

Hasta hace relativamente poco tiempo, España era considerada una de las democracias liberales más caracterizadas por esos votantes fijos, configuración asentada en torno a una estructura blindada por el bipartidismo y, en gran medida, por una animadversión guerracivilista capitalizada en la actualidad por la izquierda. Sin embargo, esta situación parecía quedar superada con la irrupción de Podemos y Ciudadanos (y, posteriormente, de Vox), y la metamorfosis hacia el multipartidismo.

Además, incluso en los momentos en los que se aceptaba con menos reticencia la existencia de un cierto voto cautivo motivado por el clientelismo, no quedaba del todo clara la distinción entre el voto ‘comprado’ y el voto recibido por el genuino interés del votante, que entraba libremente en la dinámica de una conveniencia recíproca con el partido en cuestión. De forma similar, tampoco es meridiana la definición de la ‘cautividad’ del voto, pues ésta puede responder a ideologías, prejuicios o convicciones, alejadas del beneficio meramente económico.

Sin embargo, al margen de vicisitudes de índole teórica, que además son de corte fronterizo, es preciso ir a la raíz del problema. El problema no es que el voto de un partido u otro (o de su ‘núcleo duro’) sea clientelar; el problema es que la socialdemocracia es, por definición, clientelar. Cuando la subsistencia propia y la de quienes dependen de uno está sometida al arbitrio del poder político, los principios, ideologías y demás factores son ignorados o, como poco, relegados a un segundo plano dejando paso al pragmatismo.

El pasado mes de agosto, el número de pensionistas en España, según estadísticas de la Seguridad Social, era de 9.756.142 personas. A su vez, según la Encuesta de Población Activa (EPA) que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre el segundo trimestre de 2019, el número de parados es de 3.230.700 personas. Por último, el número de empleados públicos es de 3.150.000 personas. Estos tres grupos suman juntos más de 16 millones de personas. Y a estos podrían sumarse varios millones de españoles más que, de una forma u otra, reciben una prestación directa de las arcas públicas.

Unos 36 millones de españoles irán a las urnas el próximo 10 de noviembre, y los tres grupos anteriormente señalados suponen un 44%. Como resulta evidente, ni todos los integrantes de estos grupos votan a quienes prometen en campaña mantener el statu quo o mejorarlo, ni todos anteponen su comodidad y su seguridad a sus principios y valores.

No obstante, el instinto de supervivencia no ha de subestimarse nunca, y supone, como mínimo, un fuerte incentivo a preservar (y mejorar) la situación en la que uno se encuentre; haciendo cautivo en muchos casos, el voto de los españoles.

Sin embargo, el instinto de supervivencia en el corto plazo favorece a la izquierda (deseosa de hacer crecer y fortalecer el Estado de Bienestar), mientras que, en el largo plazo, la supervivencia aconseja inclinarse por una opción de centroderecha. Y el motivo no es otro que la constatación de que las recetas de la izquierda no sólo son moralmente reprochables en la defensa de la libertad individual y la propiedad privada, sino que tampoco son viables en el largo plazo (véase, sin ir más lejos, el actual sistema de pensiones).

Todo ello pone de manifiesto que sería conveniente hacer un ejercicio de pedagogía no sólo con la clase política (a la que le mueve siempre y ante todo la la consecución del poder), sino también con la ciudadanía pues, como también resulta evidente, las pensiones, salarios de empleados públicos y prestaciones varias, dependen en última instancia de la capacidad de un país para genera riqueza. Sólo entonces puede tener cabida la redistribución de esta. Pues bien, la izquierda ha desarrollado técnicas muy sofisticadas de redistribución, sin demostrar la más remota idea de cómo fomentar la creación. Y los españoles deberían tomar buena nota de esto.

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