En el imperio romano los griegos estaban considerados como personas poco fiables que tenían una marcada predisposición a la mentira. En la Europa medieval, bizantino era sinónimo de falso y traicionero. Hoy nadie, por ingenuo que sea, cree en la palabra –y mucho menos en las promesas– de un gobernante griego. ¿Estereotipo o hechos comprobados?
En los últimos meses se ha hablado mucho de Grecia, casi siempre mal. La crisis económica ha sido la razón inmediata; pero las reflexiones han ido mucho más lejos. Se ha hablado de país corrupto, de sociedad clientelar e, incluso, de estado frustrado. Lo más preocupante es que pasa el tiempo y las cosas no sólo no mejoran, sino que se deterioran día a día. El gobierno de Tsipras no ha creado la crisis, ciertamente. Pero ha hecho que el país esté en una situación mucho peor que la de hace seis meses; y, lo que es, seguramente, más lamentable, ha convertido el problema griego en un esperpento.
Han transcurrido ya cinco años desde la puesta en marcha del primer plan de rescate de Grecia; y seguimos preguntándonos si un programa tan costoso –que va a ser pagado, en buena medida, por los contribuyentes de otros países europeos– ha sido realmente la mejor solución para la estabilidad financiera de la Unión Europea. Lo cierto es que la idea de que una posible insolvencia de Grecia podría causar daños muy graves a la moneda única europea es discutible; y lo ha sido siempre. El tema mismo nos retrotrae a los debates que tuvieron lugar cuando se puso sobre la mesa la necesidad de establecer normas de equilibrio fiscal para garantizar la solidez del euro. No se trata de volver ahora a esta cuestión que ya fue en su día resuelta por las instituciones europeas en sentido afirmativo. Pero sí conviene recordar que una crisis de solvencia en un país concreto no obliga a los restantes miembros de la unión monetaria europea a acudir en su ayuda. Y que muchos países han quebrado en el mundo en las últimas décadas y se han diseñado estrategias de reconversión de la deuda y devaluación de la moneda que han conseguido resultados bastante mejores que los que la Unión Europea ha obtenido en Grecia.
Parece que, finalmente, Tsipras va a dar su brazo a torcer y, tras jugar su peculiar partida de póker, va a aceptar lo sustancial de las condiciones de la troika. Satisfacción, sin duda, en Bruselas. Pero, ¿es el fin del problema? Me temo que no, al menos por dos motivos. El primero es que nada garantiza que el Gobierno griego vaya a cumplir realmente aquello a lo que se comprometa y, por tanto, es probable que estemos entrando en una nueva etapa de medias verdades y falsas promesas en su política económica. El segundo es que las dificultades por las que Grecia está pasando van mucho más allá de un problema de coyuntura, o de una mera falta de liquidez. Esta es sólo uno de los efectos de la crisis. Lo que realmente ocurre es que el país se encuentra en una situación grave desde hace mucho tiempo, que sus empresas no son competitivas, que sus habitantes han vivido por encima de sus posibilidades, que sus dirigentes políticos han mentido una y otra vez sobre lo que estaba ocurriendo y que parece que nunca se tomaron en serio el hecho de que pertenecer a la zona euro implica renunciar a la soberanía en la gestión de aspectos muy importantes de la política económica. Para relanzar su economía, Grecia debe poner en marcha muchas reformas; pero, sobre todo, necesita generar confianza en los inversores, tanto nacionales como extranjeros. Es decir, hacer justamente lo contrario de lo que ha hecho el gobierno actual. Dentro de unos días, con más o menos restricciones, los bancos volverán a abrir. Imagine el lector que es un ciudadano griego y tiene un depósito de veinte mil euros, del que ahora puede disponer.
Supongamos que Grecia ha llegado, por fin, a un acuerdo con la Troika y todo el mundo le dice que lo peor de la crisis ha pasado: ¿dejaría usted su dinero en el banco? Yo tampoco.