Habría que dar a Alexis Tsipras el premio a la perversión populista. Desde la cordura económica nadie puede entender cómo por una banal popularidad se ha cargado el segundo rescate griego. Samaras había conseguido superar la agónica situación helena mediante el recorte de unos beneficios sociales que eran insostenibles. Así, el PIB crecía, había superávit y lo pagos cumplían plazos. Tan solo era cuestión de esperar dos años para que la economía y el empleo mejoraran.
En enero, tras ganar el Gobierno, Tsipras se vino arriba al sentir las idolatradas adhesiones de sus partidarios y apostó a seguir chupando del bote europeo. En pocas semanas echó por tierra las soportables medidas del Ejecutivo anterior y abrió la espita del gasto. Varufakis, ministro de Economía, demostró una arrogancia insufrible. Despreció a la Troika, acusó al FMI de tener «responsabilidad criminal», insultó a los países que le prestaban dinero al afirmar: «Lo que hacen con Grecia tiene un nombre: terrorismo». El Gobierno heleno está pudiendo chantajear a Europa porque huele el miedo en sus dirigentes y sabe aprovecharse de sus titubeos y de que temen un desgaste. Tsipras nos ha hecho creer que la austeridad que le solicitan es una humillación, lo que le ha permitido reforzarse con su referéndum.
Angela Merkel, una pragmática sin convicciones (nada que ver con Helmut Kohl), está claudicando al asustarse tras las llamadas de Obama y el temor al coste político con… los que no le votan. Se llega mal a una negociación cuando una de las partes promete lograr un acuerdo. Los riesgos del «Grexit» son pasajeros y menores que los de poner otro parche más que provoque en un año otra crisis peor. Pronto el euro se recuperaría y el cumplimiento de las normas daría más seguridad que la que tiene ahora con socios tramposos. Lo dije en estas páginas hace cuatro años (http://goo.gl/fbsw2H): lo mejor para Grecia es facilitarle una salida honrosa. ¿Escarmentaremos en cabeza ajena para evitar al Tsipras español?