El español de a pie se cruza con frecuencia con un dogma consistente en identificar a la izquierda con el ideario que vela por los intereses de los más desfavorecidos mientras que la derecha sólo busca el beneficio de los que más tienen. Su carácter dogmático se pone de manifiesto en el hecho de que, como señala la RAE, se tenga por una “proposición tenida por cierta y como principio innegable”. Sin embargo, aunque sólo fuere por tratarse de una cuestión a priori incontrovertible, merece la pena ahondar en ella. Máxime cuando la referida identificación es completamente falsa.
El dogma socialista está muy extendido y avanza disfrazado de socialdemocracia sin encontrar apenas oposición en Occidente. Sin embargo, es crucial ofrecer resistencia. Principalmente por dos motivos; uno instrumental y otro moral. Y en ambos frentes hay píldoras liberales que vienen muy a mano.
Con respecto a la primera cuestión, una rápida —y letal— crítica al sistema económico socialista que es preciso poner en valor es la que realizó Ludwig Von Mises hace ahora un siglo, en un breve artículo titulado El cálculo económico en la comunidad (o sistema) socialista, en el que demostraba la imposibilidad práctica de las recetas económicas del socialismo; en particular en lo referente a la consecución de resultados sociales positivos. En definitiva, el artículo, cuya brevedad contrasta con la enorme repercusión que ha tenido desde su publicación, sostiene cómo el socialismo es tan incapaz de comprender las necesidades sociales como lo es de satisfacerlas.
La creencia —pues en verdad es una cuestión de fe, nada más— de que la economía es un juego de suma cero en el que los más adinerados se encuentran en posiciones de poder y acomodo mediante el expolio de los trabajadores está en la raíz del socialismo, —que conviene recordar que no es sino un sistema político transitorio entre la revolución de los trabajadores y el comunismo, según la teoría marxista. Así, difícilmente tienen cabida en la ecuación socialista la iniciativa empresarial, los factores de productividad, etc.
Pero además del deficiente análisis económico del socialismo, es de destacar que también tiene un punto de partida viciado en el ámbito moral, que es la segunda gran dolencia del socialismo: la envidia. Una envidia igualitaria que luce la máscara de la ‘justicia’ social y que, ante la imposibilidad de igualar en abundancia, lo hace en miseria. El socialismo concibe la envidia como raison d’être y genera miseria a su alrededor contrariamente a lo que promete por el mero hecho de que difícilmente puede favorecerse al que tiene poco si el sistema económico hace aguas. Difícilmente puede redistribuirse la riqueza si no existe una preocupación por su previa creación.
Por ello, no ha de sorprendernos que, allá donde el socialismo rige, la sociedad quede regada por el narcótico del Estado del bienestar —que, a menudo, no es sino el bienestar del Estado—, desplegando redes clientelares que perpetúan un statu quo enemigo de la libertad en todas sus expresiones —individual, económica, de expresión, educativa, ideológica… El ejemplo más representativo de este fenómeno en España ha sido Andalucía, una de las Comunidades Autónomas con peores indicadores económicos. Y tampoco ha de sorprendernos la reciente sentencia sobre el caso de los ERE, que pone de relieve una trama de corrupción cifrada en casi 680 millones de euros. La miseria económica es casi siempre indicativa de una mayor —y más grave— corrupción moral. Y aunque no ostenta el monopolio sobre éstas, conviene recordar, ahora y siempre, que el socialismo encarna las dos.