Hay palabras que caracterizan una época. ‘Relato’ es una de ellas en nuestro tiempo. No es un hecho reciente que la clase gobernante trate de ajustar la realidad a su conveniencia, estableciendo una narración que busca pasar por fidedigna. Lo que sí es nuevo es el abuso de esta práctica, que ha acabado contaminando a buena parte de los medios de comunicación, llevando a situaciones paradójicas, como el convertir en noticia su propia ausencia.
Una de las características de estos relatos es su sencillez, hasta el punto de buscar la etiqueta a costa del matiz. Bush era malo y Obama era bueno. De hecho, se concedió a este último el premio Nobel de la Paz por el solo hecho de no ser su predecesor. Un mérito que dice mucho de la entidad que concede tan singulares galardones. Trump es malo y Biden es bueno, luego Biden tiene que rectificar las políticas heredadas, raíz de tan justa condena.
Por un fenómeno que los psicólogos seguro que pueden explicar, los políticos y periodistas que practican este juego llegan a creerse sus propias afirmaciones, supongo que para mantener un mínimo respeto hacia sí mismos, sin el cual podrían acabar en el diván.
El problema se complica cuando Biden no rectifica esas políticas, aunque sí el tono y la forma. Con el actual presidente la diplomacia norteamericana ha recuperado las maneras diplomáticas clásicas, para bien general, pero está dando continuidad a buena parte de la política exterior heredada. En realidad, en estados maduros la dimensión exterior no es de unos o de otros sino del conjunto, dirigido por sus elites rectoras. Obama retrajo el compromiso norteamericano con la escena internacional, con un respetable apoyo popular y legislativo, política que Trump continuó. El deterioro en las relaciones con Rusia y China viene de atrás y encuentra en el Senado un bastión de firmeza. No ocurrió así con el acuerdo que Obama negoció con Irán y otros actores, que el entonces presidente prudentemente hurtó a la Cámara Alta. Trump lo rechazó y Biden lo replantea ahora, aunque en términos distintos, considerablemente más exigentes, recogiendo las demandas de los senadores. En lo que se refiere a la Alianza Atlántica, dejando a un lado maneras y declaraciones, en Washington había y hay cansancio y decepción sobre su funcionamiento, lo que resulta tan comprensible como preocupante.
Si Biden es bueno, ¿cómo es posible que haya asumido el reconocimiento que su predecesor hizo de la marroquinidad del Sahara Occidental, violentando los acuerdos establecidos en Naciones Unidas? ¡Qué fue del respeto al Derecho Internacional! Y todo ello sin molestarse en decir una palabra a nuestro presidente del Gobierno, a pesar de ser aliados en la OTAN y de disfrutar Estados Unidos de bases militares de utilización conjunta en territorio nacional.
La última causa de escándalo entre nuestros bien pensantes relatores tiene su origen en que Biden ha dado por buenas las sospechas de Trump sobre la responsabilidad del laboratorio de virología de Wuhan en la propagación del coronavirus. Si criticaron al entonces condenable presidente ¿cómo ahora su bendecido sucesor les hace esta faena? ¿Lo hubieran criticado si hubiera sido Obama el denunciante?
Biden es bueno porque no es Trump, pero hace casi lo mismo. ¿Cómo salir de esta trampa a la que les ha llevado un relato tan infantil como indocumentado? Pues mal, dejándose tiras de dignidad por el camino. Cuando la política es solo comunicación al servicio de la táctica coyuntural la primera víctima es la coherencia, seguida a corta distancia por la credibilidad. Dejando a un lado el problema, no menor para nuestra democracia, de la alineación de los medios al servicio del poder en vez de servir a los ciudadanos, cuando la comunicación confunde política con ideología, entra en una deriva que le lleva a un callejón sin salida. Como tantas veces nos recordaba a los entonces jóvenes historiadores el profesor Varela Ortega, la política nada tiene que ver con el paladar, no va de gustos sino de intereses nacionales. O la ideología se subordina al interés o la sociedad acaba pagando caro tamaña frivolidad.
Biden, senador durante décadas, entiende que el papel del liderazgo político, desde la Casa Blanca y desde el Senado, es comprender cuáles son los intereses nacionales a defender y cómo hacerlo desde el mayor acuerdo posible. No hay diplomacias partidistas, o son nacionales o no son. Ni Trump era tan malo, ni Biden tan bueno. Ni Trump iba por libre, ni Biden es la vuelta a los acuerdos. Estados Unidos busca su lugar en un nuevo tiempo, tropieza y se endereza, pero sabe lo que quiere.
Biden viene a Europa con una agenda tan intensa como complicada: G-7, Alianza Atlántica, Unión Europea y cumbre bilateral con Rusia. De fondo, la valoración de la amenaza china y las estrategias a seguir. De nuevo nos encontramos a Estados Unidos replanteando a Europa si los acuerdos establecidos durante la Guerra Fría siguen vigentes o no, si somos capaces de establecer una estrategia conjunta frente a Rusia y China, si somos socios ante el reto de la IV Revolución Industrial o competidores. Las formas son distintas de las empleadas por Trump, pero la agenda es la misma.
El relato no deja de ser una realidad paralela dirigida a un ciudadano al que se trata como adolescente crónico. Si este lo acepta, será que le parece bien, pero en ese caso el futuro de nuestra democracia se verá amenazado por serios nubarrones. Bien está movilizarnos contra la grosera confusión de justicia con venganza, pero no estaría de más reclamar también a nuestros dirigentes una auténtica política exterior que garantice, en la medida de lo posible, nuestros intereses en un entorno profundamente cambiante, consecuencia tanto del proceso globalizador como de los primeros efectos de la IV Revolución Industrial.
No deja de ser sorprendente que, cuando la realidad internacional se hace más acuciante, cuando nuestros intereses dependen más de lo que ocurre fuera de nuestras fronteras, más nos ensimismemos en nuestras disputas de campanario y en el desahogo de nuestros instintos cainitas. Es tiempo de levantar la cabeza, mirar de frente a los formidables retos que tenemos ante nosotros, dejarnos de relatos y establecer una auténtica estrategia nacional para un nuevo tiempo. Necesitamos asumir la realidad tal cual es y actuar en consecuencia.