Brasil está inmerso en un proceso electoral de imprevisible resultado, el cual puede alterar de forma significativa la política económica. Si bien la “moda” en los tiempos actuales entre analistas y economistas es responsabilizar a Estados Unidos –la unión de políticas monetarias restrictivas por parte de la Fed y las negociaciones comerciales abiertas con la mayor parte de sus socios– del posible mal comportamiento de las economías emergentes, la evidencia empírica muestra cómo los desequilibrios estructurales propios de cada país, incluso comunes entre diferentes países, son los que desencadenan crisis como las recientes en Argentina o Turquía. A este respecto, Trump y la Fed pueden no ayudar, pero no son los responsables de continuos desajustes macroeconómicos que, más tarde o más temprano, acabarán mal.
La caracterización económica de Brasil a día de hoy pasa por señalar sus tres desequilibrios estructurales más importantes: primero, un abultado déficit público de en torno al 8 por ciento del PIB, con un gasto que continúa desbocado cercano al 20 por ciento y una deuda pública del 87 por ciento del mismo; segundo, una caída pronunciada de todos los indicadores adelantados de crecimiento, especialmente los indicadores de sentimiento tanto de empresas como de consumidores, la producción industrial y las ventas minoristas; tercero, una debilidad institucional crónica, cuyo deterioro continúa en un proceso electoral en el que uno de los candidatos (el expresidente Lula) no puede participar por estar encarcelado.
Aunque en los primeros tiempos del Gobierno del presidente Temer se consiguieron implementar algunas medidas de estabilización macroeconómica –especialmente la congelación del crecimiento del gasto público para los próximos 20 años– tras la contracción económica de 2015 y 2016, no ha sido suficiente para generar un plan creíble a largo plazo en el cual potenciar el desarrollo y modernización de las infraestructuras con capital extranjero, empleando de forma más eficiente el dinero público. Pero, al igual que sucede en Argentina, la complejidad reside en que millones de brasileños viven exclusivamente de dinero público, como es el caso de los más de 10 millones de agricultores de algodón y de otros cultivos, donde el Gobierno brasileño dedica el 20 por ciento de su presupuesto a este tipo de transferencias con discrecionalidad.
La proliferación de la deuda es tal que, a los niveles actuales, provoca un desfase presupuestario difícil de sostener: de los casi 8 puntos de PIB de déficit total, 5 puntos corresponden al servicio de la Deuda, mientras que los otros 3 puntos son déficit primario. Visto de otra forma: el pago de intereses de la deuda fagocita prácticamente el 40 por ciento de los ingresos públicos, que se obtienen de una base desigual de contribuyentes con un elevado nivel de informalidad.
En este sentido, el gasto público y el tamaño del Estado brasileño poseen una fuerte rigidez al alza, añadiendo cada año nuevos compromisos de gasto con el fin de comprar la “paz social”. Es el caso de la huelga reciente de camioneros, donde el Gobierno cedió a las presiones y ha decidido intervenir sobre las tarifas aplicadas a los profesionales. En este caso, la transferencia de renta supone un coste elevado para las finanzas públicas brasileñas (y sin olvidar las consecuencias para la estatal Petrobras), tanto como 2.600 millones de dólares, según reconoció el ministro de Finanzas, Eduardo Guardia, hasta final de año en forma de menos impuestos y control de las tarifas.
Toda esta situación ha rebajado sensiblemente la previsión de crecimiento que tienen los organismos internacionales sobre Brasil. El consenso sitúa el crecimiento del PIB en 2018 en el 1,6 por ciento y en 2019 en el 2,4 por ciento, lo cual supone una rebaja de seis décimas con respecto a la última estimación realizada. También se ven reflejadas en la divisa, situándose el real con la tercera mayor depreciación (rondando el 15 por ciento desde principios de año) sólo por detrás de Argentina y Turquía. Al menos, la debilidad del real no ha conseguido deteriorar sensiblemente las cuentas exteriores del país, las cuales están prácticamente en equilibro (ligero déficit del 0,6 por ciento del PIB), una deuda externa pequeña y controlada (0,3 por ciento del PIB para 2018) y además con una cobertura extraordinaria que brindan las reservas internacionales de divisas (382.000 millones de dólares, el 19 por ciento del PIB). Estos niveles de colchón exterior solo los tienen Rusia y la India y después, por detrás, se sitúan Malasia y Perú.
El último elemento relevante que puede empeorar a día de hoy, como consecuencia de la depreciación del real, es una escalada de la inflación. La intervención del Banco de Brasil es clave para evitar ver a la tasa de inflación por encima del 5 por ciento, lo cual sería letal para el tejido económico interno. Según BBVA Research, la inflación en 2018 previsiblemente cerrará en el 4,5 por ciento, con un cierto margen de maniobra si el precio del petróleo se estabiliza en los niveles actuales, así como si acompaña el ciclo de las materias primas agrícolas.
Pero la clave fundamental para el control de la inflación es y será siempre la no injerencia por parte del Gobierno y la preservación de la independencia del Banco Central. Si el déficit público no se financia con la máquina de hacer dinero (una tentación difícil de frenar en un político), no es probable que ocurra un proceso acelerado de subida generalizada de los precios en la economía, evitando subidas drásticas de los tipos de interés (actualmente en el 6,5 por ciento).
El panorama económico y social, en consecuencia, apunta hacia una época difícil para Brasil, en la cual es momento de realizar las reformas estructurales necesarias, empezando por la apertura a la competencia y a la inversión de sectores económicos vitales para el país. Un elemento que en este momento ayuda es precisamente la situación saneada de las cuentas exteriores y la positiva aportación del saldo de operaciones corrientes al crecimiento del PIB. Articular un modelo de desarrollo abierto al mundo y ofreciendo una seguridad jurídica inquebrantable, son las claves para amortiguar los efectos negativos de la actual coyuntura económica en Brasil y fortalecer el crecimiento potencial, en el que todo país debe concentrar sus esfuerzos. No importa tanto lo cíclico como sí importa lo estructural.