El papel lo aguanta todo, la realidad no, y menos cuando atañe al dinero. Vaya por delante que hay tanta economía sumergida porque a la «emergida» la asfixian con burocracia e impuestos. Algunos radicales que han accedido a los gobiernos están promoviendo una lucha de clases que frenará el empleo. Existen «iluminados» empeñados en castigar a los ricos, por muchos puestos de trabajo que generen e impuestos que paguen. Se está excitando la envidia al predicar aquello de «si tú estás mal es porque otros están bien». Sin embargo, la verdad es otra: la clase media paga tantos tributos porque hay muchos que no pagan ninguno. El problema es que ahora los populistas mandan en los boletines oficiales y ese resentimiento lo traducirán en decretos.
Hay regiones como Cataluña, Andalucía y Asturias en las que el tipo máximo del IRPF es el 49%, expolio al que se deben añadir los otros gravámenes, incluido el salvaje impuesto al patrimonio. Si los nuevos aprendices deciden dar una vuelta de tuerca más a los impuestos, la clase media-alta escapará a la carrera, se ahuyentará la inversión y quienes se ganan la vida tras un ordenador facturarán desde un país en que el esfuerzo fiscal sea razonable. Vender trabajo intelectual desde Lisboa, Dublín, Luxemburgo y Londres puede ser legal y resulta más rentable.
Entre las barbaridades que he oído está la obligación a que todos los pagos sean por tarjeta. Desean que el IVA ya no dependa de lo que compramos, sino de la calificación personal del designio de Hacienda. ¿Pero no habíamos quedado que es el IRPF el impuesto que redistribuye la renta? Hacer pobres a los ricos hará que los desdichados lo sean más, porque el pastel será menor y el número de hambrientos mayor. La obsesión por el control del dinero ajeno se advierte en los radicales. Impedir pagar en efectivo supone privar de una de las dimensiones más esenciales de la libertad: la privacidad. El «Gran Hermano» ataca de nuevo cuando impide que circulen unos billetes que se dicen de «curso legal».