Necesitamos una reforma fiscal que estimule el crecimiento, el ahorro y la inversión. Que fomente la eficiencia en la gestión del gasto público, y que, en la medida de lo posible, sea neutral.
María Crespo, investigadora senior de Civismo.
Una reforma del sistema fiscal requiere que se actúe tanto desde el lado del ingreso, como desde la reducción del gasto público, ya que la carga fiscal de personas físicas y empresas no puede seguir creciendo.
La reforma del gasto público pasa por analizar la eficiencia en su gestión y, sobre todo, pasa por establecer prioridades que aseguren una gestión eficaz del gasto público.
Hace unos días se presentaba el Libro Blanco de Reforma Tributaria, fruto del trabajo de quince “personas expertas” durante más de un año, que el gobierno no piensa llevar a cabo por el momento, según indicó la Ministra de Hacienda. Los ciudadanos nos preguntamos el porqué de este trabajo, si se va a meter en un cajón, como suelen hacer algunos gobiernos con las facturas de proveedores. Y al margen de la incoherencia de anunciar una propuesta de subida de impuestos para no realizarla, lo llamativo es que mientras la cesta de la compra se encarece un 30% la voracidad recaudatoria del gobierno que no cesa, el gobierno parece poner en sordina el empobrecimiento de las clases medias.
A lo largo de los próximos días desde Civismo haremos un análisis crítico de cada una de las propuestas, y en este artículo nos centramos en el empeño del Ejecutivo por recuperar la fiscalidad de la riqueza como variable stock.
La Comisión parece desconocer que en el Libro Verde de Reforma Fiscal del año ´77, el impuesto se implantó con una finalidad de control y con una estéril finalidad recaudatoria, llegándose a plantear la posibilidad de aprobar un impuesto a tipo cero, de manera que los contribuyentes declararan la titularidad de sus bienes sin tener que ingresar cuota alguna. Cumpliendo así plenamente su finalidad como tributo complementario del IRPF, al facilitar el control del origen del patrimonio de las personas físicas.
Es cierto que este impuesto, como se concibe en España en la actualidad, solo existe en Noruega y Suiza, países en absoluto comparables con el nuestro, ni por su renta per cápita ni por el esfuerzo fiscal realizado por sus ciudadanos.
La Comisión de reforma fiscal plantea la necesidad de recuperar la fiscalidad patrimonial, ya que existe competencia entre las regiones, confundiendo claramente esta competencia entre territorios, derivada de una mejor gestión de los ingresos y, sobre todo de los gastos, con una competencia ilícita, que nada tiene que ver con la autonomía financiera que le reconoce la LOFCA a los territorios.
De hecho, la renuncia de dos de los miembros de la Comisión se debió a su desacuerdo con la eliminación de la autonomía entre territorios.
El gobierno necesita dinero y no duda en argumentar la subida de la presión fiscal con razones estériles. Y es que la recaudación en concepto de Impuesto sobre el Patrimonio no supone más de un 0,5% de la recaudación total. Y si la brecha fiscal es la razón para su recuperación que salvo en Cataluña, donde es del 44,43%, la recuperación del impuesto no es óbice para llevar a cabo una lucha eficaz contra el fraude. Entre las “ocurrencias” que introduce esta propuesta de reforma, sugiere justificar el gravamen patrimonial sobre la base de la necesidad de hacer tributar las nuevas formas de inversión, como son las criptomonedas, mientras que no es posible incluir estas inversiones en el modelo 720 de declaración de bienes en el extranjero.
Si se pretende luchar contra la erosión de bases imponibles no tienen ningún sentido pretender recuperar el Impuesto sobre el Patrimonio progresivo, especialmente cuando la erosión de las bases imponibles está lesionando la inversión extranjera, que ha caído un 40%. España necesita una reforma del sistema fiscal, no por el lado del ingreso, asfixiando los maltrechos bolsillos de los españoles, sino por el lado del gasto, que tiene un gran margen de maniobra para su reducción.