El diputado Cayo Lara recordaba el otro día en el Congreso una frase muy conocida de Estanislao Figueras dirigida a sus ministros: “¡Señores –les dijo–, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Existe, sin embargo, una sentencia más sutil y menos popular que refleja el tiempo que le tocó vivir al barcelonés, marcado por la corrupción y la indolencia nacional ante los escándalos pese a tratarse de uno de los más hábiles negociadores que haya tenido el parlamentarismo español.
Figueras –hombre pusilánime y muy influido por Pi y Margall– tenía fama de muy madrugador, y, de hecho, se levantaba cada día a las cinco de la mañana. Tal era su costumbre que cuando fue elegido para la más alta magistratura del país continuó con su rutina y cada día, al alba, se presentaba en su despacho a tan intempestivas horas. Los funcionarios, mosqueados y cansados, le hicieron llegar un mensaje: “Se equivoca el señor presidente del Consejo de Ministros si piensa que llegando antes a trabajar nos hará madrugar, sólo conseguirá que nos acostemos más tarde”. Por supuesto, en las dependencias ministeriales.
Probablemente, la anécdota no sea cierta, pero pone de relieve cómo elvoluntarismo político –llegar antes al despacho sin cambiar la realidad de la función pública– sirve para muy poco si no se ataca el fondo de los problemas, que en el caso de la corrupción no tiene nada que ver con seguir remendando una legislación agujereada ya con tantas reformas. Desde que en los primeros años 90 saltaron a la opinión pública los primeros casos de corrupción (BOE, fondos reservados, Banco de España, Cruz Roja, Roldán…) el Código Penal ha sido recosido en innumerables ocasiones dando una falsa imagen de presunta dureza (aunque ahí están los indultos a políticos o el tercer grado concedido a Matas). La lucha contra la corrupción, sin embargo, ha hecho aguas. Aunque ahora con unas consecuencias muy diferentes.
Hasta hace bien poco la corrupción se consideraba como una enfermedad propia de un país de ‘nuevos ricos’, con escasa educación ética y política y con poco apego a la legalidad (laeconomía sumergida sigue moviendo alrededor de la quinta aparte del PIB y hay regiones en las que el dinero negro es lo habitual). Ahora, sin embargo, lo que está en juego –parece evidente con la eclosión de los populismos– es la propia supervivencia del sistema político tal y como lo hemos conocido desde 1977.
Hijo de agricultor
La amenaza, sin duda, tiene su origen en el agotamiento y el desgaste del sistema de representación y en la ausencia de credibilidad de sus líderes. Pero, paradójicamente, aunque España tenga hoy la peor clase política de la democracia la corrupción no es el problema; la corrupción es la fiebre que alerta de que hay una cuestión más de fondo que tiene que ver con la naturaleza del sistema político. O más en concreto, con el método de elección de las élites, basado en la cooptación. Lo decía hace pocas horas un ministro del actual Gobierno en privado: “Paco Granados, que es hijo de un agricultor, no era un corrupto en 1999 cuando llegó a la alcaldía de Valdemoro, y por eso la pregunta que nos deberíamos hacer es: ¿por qué Paco Granados se hizo corrupto?
La relación entre corrupción y sistema político ha sido estudiada por muchos politólogos. Y en casi todos los casos se llega a una misma conclusión: lacalidad de las instituciones es lo que determina el nivel de cleptocracia de un país. A medida que las instituciones funcionan, permitiendo el juego leal y constructivo de los distintos contrapoderes, se diluye la posibilidad de meter mano en la caja. Y por eso, precisamente, los países en los que mejor funciona la separación de poderes son menos corruptos.
En España, por el contrario, jueces de tronío se han sentado durante años –y algunos siguen haciéndolo– en el palco del Bernabéu con los señores del ladrillo y con quienes viven de las concesiones y subvenciones públicas a través de negocios regulados por la propia Administración. Otros entran y salen de la política como Pedro por su casa. Y ni siquiera el parlamento cumple una de sus funciones esenciales, que es controlar al Ejecutivo: ¿cuántas causas penales han puesto en manos de los jueces los diputados del PP y el PSOE en los últimos años? Sin olvidar la ausencia de seguridad jurídica en muchas transacciones, lo que ofrece una amplia discrecionalidad al político de turno. La arbitrariedad como una de las malas artes en política. Un reciente estudio de la Fundación Civismo refleja que España ocupa el puesto 31 (y el 17 en Europa) en el Índice Internacional del Derecho a la Propiedad Privada, lo que dice muy poco de su entramado institucional, básicamente, como dice el informe, por la falta de independencia judicial. No sorprende esta conclusión teniendo en cuenta que, según el último informe del Tribunal de Cuentas sobre el funcionamiento del Poder Judicial, entre el 77% y el 99% de los gastos de funcionamiento (sin contar el dinero destinado a cursos de formación) de las asociaciones judiciales los paga, precisamente, el Consejo, que es quien determina la carrera judicial de los propios jueces.
La calidad de las instituciones es, sin duda, un factor necesario, pero no suficiente para acabar con la corrupción. Diversos estudios demuestran que los sistemas de representación mayoritarios de carácter uninominal son menos corruptos que los sistemas cerrados. Básicamente porque los políticos elegidos son controlados por sus electores si quieren salir reelegidos, al contrario que en los sistemas conlistas bloqueadas, en los que cualquier político trepa se puede refugiar en unas siglas para cometer sus fechorías. Es más, ningún partido tiene el mínimo incentivo para denunciar a sus dirigentes que metan mano en la caja porque eso sería lo mismo que darle munición a la oposición. Por eso, sujetos como Bárcenas han sido amparados por su propio partido para evitar escándalos.
Los trapos sucios de la democracia
Por el contrario, el incentivo perverso es denunciar aunque sea injustamente al albur de un sistema procesal lento, costoso e ineficaz que permite que provocar una falsa imputación salga prácticamente gratis. Es decir, ladenuncia injusta como una forma de hacer política. Sin contar con la existencia de medios de comunicación convenientemente regados por el poder político que callan ante enormes tropelías.
No se trata de pura teoría sobre los sistemas de representación política. Muy recientemente, altísimos dirigentes del Partido Popular han hecho llegar alpresidente Rajoy su cabreo con quienes han puesto al descubierto el escándalo de las tarjetas de Caja Madrid-Bankia, dando a entender que los trapos sucios se lavan en casa y no se ventilan a la vista de todos. Pero como sostiene un alto cargo gubernamental, hay que continuar limpiando los restos -y hasta el detritus- del atracón de ladrillo que se dio este país durante años, y que ha dejado los suelos llenos de porquería tras la fiesta. Al fin y al cabo, las cajas de ahorros quebradas han sido el mejor exponente del clientelismo político.
Este comportamiento endogámico de unas instituciones clave para el funcionamiento de las instituciones, como son los partidos políticos, es lo que explica la estrecha relación entre corrupción política y financiación de los partidos. Sobre todo cuando el sistema político heredado de la Transición se ancló sobre un bipartidismo hegemónico capaz de controlar todas las instituciones, y que como todas las organizaciones con posición de dominio en el mercado (en este caso el electoral) tienden a crear oligarquías, como hace más de un siglo detectaron Pareto o Michels.
No hay ente público, en cualquiera de su clasificación administrativa, en el que no se vea la larga mano de los partidos, lo cual es todavía más atrabiliario cuando desde hace años se viene produciendo lo que los expertos denominan‘huida del derecho administrativo’, la creación de instrumentos legales para escapar del control de los interventores públicos.
Así es como se ha creado un sistema político alejado de la realidad y que necesariamente expulsa a quienes honestamente deciden ser servidores de la cosa pública. El endurecimiento del código penal, en este sentido, sólo va a provocar -todavía más- un ‘efecto expulsión’ de la política por parte de ciudadanos honestos que no están dispuestos a ser sospechosos simplemente porque quieren destinar su tiempo a construir un país mejor.
Por el contrario, en la política sólo quedarán quienes no tienen nada que perder o los que carecen de medios de subsistencia. La corrupción, por lo tanto, no es la causa de nuestros problemas, es la consecuencia de un sistema político obsoleto.