Parece que la proximidad de la fiesta del 1º de mayo hizo crecer el amor que Pedro Sánchez siente por los sindicatos. Sólo así se puede explicar la reciente propuesta que, en vísperas de la campaña electoral, ha presentado el PSOE, consistente en que sean las secciones de los sindicatos mayoritarios –y no los comités de empresa– las que negocien en los centros de trabajo los convenios colectivos. La reforma legal, de llevarse a cabo algún día, tendría dos claros ganadores: UGT y Comisiones Obreras. Y habría en ella, en cambio, muchos perdedores. Por ejemplo, los sindicatos no mayoritarios, que quedarían marginados de las negociaciones, y, desde luego, todos aquellos empleados que no se sienten para nada representados ni por UGT ni por Comisiones; es decir, la gran mayoría de los trabajadores españoles.
No es sorprendente que algunos sindicatos, como USO, hayan mostrado de inmediato su total disconformidad, al darse cuenta de que la propuesta no va a favorecer a todas las organizaciones sindicales, sino a las antes citadas: y, lo que es más grave, que el objetivo de la propuesta es, precisamente, ése. En España, el sector sindical está estructurado como un duopolio, a cuyos miembros no les gusta que surjan otras organizaciones que les hagan competencia. Y no cabe duda de que esta norma reforzaría aún más la posición de dominio –y, en la terminología del derecho de la competencia, el abuso de la posición de dominio– de las dos organizaciones que tratan de controlar el sector.
El argumento de la secretaria de Empleo del PSOE de que tal reforma beneficiaría a los trabajadores porque hay empresas en las que los representantes de aquéllos no están afiliados a ningún sindicato es, simplemente, disparatado. ¿No se le ha ocurrido pensar que a lo mejor estos representantes han sido elegidos precisamente porque no están afiliados ni a UGT ni a Comisiones Obreras? Debería, al menos, reconocer que lo que realmente buscan los sindicatos más poderosos con este cambio es obligar a esos empleados –que han manifestado que no quieren formar parte de una determinada organización sindical– a que acepten que tal sindicato actúe en su nombre, con o sin su consentimiento.
Tal cosa sería especialmente grave, además, en un país en el que los niveles de afiliación son muy bajos y los sindicatos están muy desprestigiados. La opinión pública sabe bien de su excesiva propensión a saquear los bolsillos de los contribuyentes; y el ciudadano medio los sitúa hoy –en lo que se refiere a su nivel ético– a la misma altura de los políticos. Lo cual, si consideramos lo que la mayoría de los españoles piensa de éstos, no deja a los sindicatos precisamente en buen lugar. El saqueo de las arcas públicas en la Andalucía de los ERE, las juergas pagadas con fondos destinados a la formación de los parados y los datos que se han conocido sobre su financiación ilegal deberían ser argumentos suficientes para desconfiar de la propuesta de Pedro Sánchez y para empezar a hacer números y calcular cuánto dinero piensan sacar de las nuevas funciones que la reforma del Estatuto de los Trabajadores podría atribuirles.
CASTA
La crisis económica ha golpeado duramente a lo largo de los últimos años a millones de españoles, muchos de los cuales han perdido su empleo. Esto ha fortalecido en el país el consenso socialdemócrata y la idea de que es precisa una mayor intervención del Estado en la economía; y los primeros pasos de la llamada precampaña electoral muestran que la gran mayoría de los políticos han asumido como propia esta idea y prometen al votante todo tipo de gastos públicos, aunque no tengan muy claro cómo piensan financiarlos. Pero, curiosamente, la gente que más ha sufrido los efectos de la crisis no ha buscado en los sindicatos una solución a sus problemas. Lo ha hecho en partidos políticos como Podemos, o en asociaciones y movimientos ciudadanos de todo tipo, que reclaman ayudas públicas, más servicios médicos, el fin de los desahucios o la creación de empleo. Pero estos grupos nada tienen que ver con los sindicatos; y ni siquiera cuentan con ellos en aquellas cuestiones que están más directamente relacionadas con el mercado laboral, en las que los sindicatos, en teoría, tendrían algo que aportar. Por utilizar la terminología de moda, los sindicatos son considerados como parte de esa supuesta casta que repudia la nueva izquierda.
Todo indica que lo que el PSOE busca con su propuesta de reforma es conseguir apoyos y votos de los sindicatos que tienen hoy mayor poder en el país; y, para ello, ofrece echar una mano a unas organizaciones muy desprestigiadas, que tienen como objetivo más su propia supervivencia que el desarrollo de una actividad demandada por la sociedad. Más le valdría a Pedro Sánchez preocuparse por la economía española, por el paro y por los trabajadores que por unos sindicatos con los que la mayoría de sus potenciales votantes no tiene nada que ver.