Juergen Donges nació en Sevilla, pero fue claramente un accidente. No conozco un alemán más alemán (aunque su castellano sea impecable). Tampoco conozco un economista menos políticamente correcto. Le importan un rábano el buenismo y sus confluencias, y le canta las verdades del barquero a quien haga falta. A Jordi Évole le explicó en La Sexta que había que acortar el periodo de percepción del subsidio de paro, y otra vez que lo invitaron a dar una charla en su tierra, en la Universidad de Loyola, dijo que los andaluces eran “tremendamente improductivos”, tachó de “tontería” el proyecto de un banco público que estudiaba la Junta y se alegró de la derrota de la candidatura de Madrid a las Olimpiadas de 2020. “Este país no está ahora mismo para Juegos precisamente”.
En noviembre pasó por la madrileña Fundación Rafael del Pino, donde cuenta con un nutrido y devoto público, y volvió a hundir su acerado sarcasmo en los tópicos del momento. He aquí una breve selección de estocadas:
“No entiendo este empeño de convertirnos a todos en miembros del euro. Se puede ser feliz fuera de él. Los daneses lo son, y los polacos”.
“Hay que cambiar los sistemas de la Seguridad Social, porque si no se nos van a caer encima las pensiones. Tendrá que haber más ahorro voluntario, y eso hay que decírselo a los jóvenes”.
“Cuando los países del sur de Europa insisten en mancomunar la deuda, los del norte tenemos la sensación de que nos toman el pelo y pretenden que paguemos la juerga que se han corrido”.
Su ironía más hiriente la reservaba, sin embargo, para el Banco Central Europeo. “A mis años”, declaró afectando sorpresa, “estoy descubriendo que hay gente a la que le preocupa que la inflación sea baja. Ustedes mismos seguro que se asustan cuando van al mercado y ven que los precios no suben”.
En su opinión, el actual tipo de referencia es demasiado bajo. “En lugar del 0,15%, debería ser del 2% para toda la eurozona y del 3% para Alemania según la regla de Taylor”, una fórmula concebida en 1993 por el economista John Taylor y que calcula la tasa de interés ideal teniendo en cuenta no solo la evolución del IPC, sino del PIB. “El BCE no se ha dado cuenta de que quizás haya que habituarse a tener menos inflación, porque la competencia [que propicia la globalización] no deja margen para subir precios y salarios. Y no hay que ponerse triste por ello”, añadió, “porque una inflación baja es económicamente más eficiente y socialmente más deseable”.
A la mañana siguiente de esta conferencia, en la conversación que mantenemos en la propia Rafael del Pino, el asunto vuelve a salir, como en seguida verán. “La crisis financiera no está superada”, asegura, “quedan flancos abiertos”. Grecia tiene una deuda del 180% del PIB y “tarde o temprano habrá que estudiar una nueva quita”. Italia no ha adoptado ninguna de las medidas prometidas y, aunque Francia tiene “un presidente [Emmanuel Macron] con ideas interesantes”, “la sociedad está esclerotizada, se aferra a sus derechos adquiridos”. Por todo ello, “la crisis aún está ahí. Y uno de los problemas es el propio BCE”.
Para usted, Mario Draghi no ha sido el hombre providencial, sino que se ha limitado a dar una patada adelante.
Al principio, tanto él como [Jean-Claude] Trichet hicieron lo que debían. Durante las recesiones, aumenta la preferencia del público por la liquidez. Las empresas y los ciudadanos desean ahorrar en previsión de tiempos peores y hay que atender esa demanda de efectivo. El problema surgió cuando se agotó la posibilidad de reducir tipos y Draghi empezó a comprar deuda soberana. La Reserva Federal también ha llevado a cabo una expansión cuantitativa [QE, por sus siglas en inglés], pero con dos diferencias. Primero, adquirió exclusivamente títulos de máxima calidad, mientras que el BCE ha acumulado bonos basura o de rating muy bajo. Y segundo, el propósito en Europa era contener las primas de riesgo y esto ha generado incentivos perversos, porque al aislar a los Gobiernos de la presión de los mercados, les ha permitido relajarse y posponer el saneamiento de sus bancos. Y ahora nos encontramos con que la crisis financiera sigue ahí y Draghi se ha cargado con una deuda de la que no está claro cómo va a librarse.
¿Cuál es el plan?
Cuando efectúas un tapering [la disminución o retirada de dinero por parte de una autoridad monetaria], hay que preparar a los inversores. Lo mejor es anunciar un calendario preciso y cumplirlo a rajatabla, como la Fed. Pero aquí no se ha hecho nada de eso, al contrario, se ha añadido incertidumbre. El BCE ha informado de que reducirá sus compras a partir de enero, pero se ha reservado la posibilidad de dar marcha atrás si lo considera oportuno.
¿Y cómo pretende desinflar su balance?
Todos los bonos tienen una fecha de vencimiento y, cuando esta llega, lo habitual no es amortizarlos, sino renovarlos, pero de eso hay que olvidarse. Los que venzan, que venzan. En cuanto el resto, no lo sé, honestamente. Muchos no son de gran calidad, a ver quién va a querer comprarlos.
Habrá que vender con pérdidas…
Naturalmente, pero para eso estamos los contribuyentes.
Pueden ser pérdidas enormes…
Gigantescas, pero no pasa nada, porque las reponen los Estados.
¿Y de dónde va a salir el dinero? Hay dos opciones: subir los impuestos o darle a la máquina de imprimir billetes.
Confío en que al BCE ni se le pase por la cabeza la segunda, aunque todo esto de la QE no está tan lejos de la maquinita. Es más fino, más elegante, pero la idea es la misma: crear dinero de la nada.
Cuando se puso en marcha, muchos expertos alertaron de que iba a disparar la inflación, pero no se ha visto nada de eso.
No han subido los precios del consumo, pero sí los de los activos financieros. El nivel de la bolsa, al menos de la alemana, no tiene nada que ver con el que le correspondería a partir de los datos fundamentales de las empresas. Y es lógico, porque a algún sitio se tiene que ir la liquidez… Por otra parte, yo no he compartido nunca la obsesión de Draghi con la inflación. Que sea baja beneficia a los consumidores y a los pensionistas. Los únicos a los que conviene que los precios suban son los Estados, porque recaudan más y rebajan su deuda [en relación con el PIB]. En el fondo, la inflación es un impuesto subrepticio y yo no tengo nada contra los impuestos, pero sí creo en el lema de la Revolución americana: no taxation without representation. No se puede gravar a los ciudadanos sin su consentimiento. Si el Gobierno decide subirles los tributos, que lo haga abiertamente y lo someta a la aprobación de sus representantes.
Pero también muchas familias y empresas tienen sus balances cargados y un poco de inflación supone una ayuda, sobre todo si es moderada.
El punto débil de ese argumento es qué se considera una inflación moderada. El BCE la fija en el 2%, pero en Estados Unidos hay economistas como George Akerlof, el premio Nobel y marido de Janet Yellen [la aún vigente presidenta de la Fed], que abogan por el 4%, otros hablan del 5%… Todos ellos parten de un supuesto que no hacen explícito y es que se puede detener el aumento de los precios cuando se desee, y eso no es verdad. Si fijamos el nivel óptimo en el 4%, a los sindicatos les faltará tiempo para reclamar la correspondiente compensación. Los empresarios la trasladarán luego a los precios y ya empezamos, porque del 4% pasamos al 5% y del 5% al 6% y a ver cómo paramos la espiral.
A pesar de estas regañinas, Donges no es pesimista. “El crecimiento de la UE es más equilibrado”, explicó en su conferencia. “Francia e Italia han acelerado y los buenos datos de España nos encantan. Era un país problemático, que estuvo al borde del rescate, pero que ahora mismo está dando oxígeno a la eurozona, porque ha demostrado lo positivo que son el ajuste del déficit y la reforma laboral”. Y añadió con un punto de indignación: “No se entiende por qué determinados partidos se empeñan en que el empleo que está creando es precario y que la derogarán en cuanto puedan”.
Esta resistencia a la liberalización es uno de los nubarrones que ensombrecen el horizonte europeo. El otro es la baja productividad. “Lo lógico es que la digitalización la hubiera impulsado”, comentó, “pero no está siendo así”. Su hipótesis es que no se expande uniformemente. “Hay brechas a escala sectorial y regional. En todos los países encuentras empresas cuya productividad es enorme y que pagan salarios generosos, pero son nichos aislados. A la mayoría de las pymes la revolución no ha llegado, y lo mismo sucede con el campo. Esto genera malestar. Mucha gente se siente descolgada y se desahoga en las urnas. El resultado son el brexit y Donald Trump”.
Aparte de esa brecha digital, la globalización también ha traído un aumento de la desigualdad, pero de la clásica, la de ingresos.
Se ha exagerado una barbaridad ese tema. Hay muchos modos de medir la desigualdad y, cuando se hace de una forma seria, con un índice Gini, la variación es ínfima, hay que mirarla con lupa. Ahora, si insistimos en las definiciones relativas, como que todo aquel que ingresa menos del 60% de la renta mediana está en situación de pobreza, no acabaremos nunca con ella.
¿Y cómo recuperamos a esas personas que se sienten descolgadas?
Eso no se resuelve redistribuyendo, sino reformando la educación. En Europa hemos cometido el error de subestimar la formación. La hemos considerado una política de segunda: no hay más que ver la diferencia entre ser ministro de Hacienda y de Educación… Además, hemos usado esta materia como campo de batalla ideológica, sin darnos cuenta de que las ideas que asimila un niño hasta los tres años condicionan su actividad futura. En algunos países estamos cambiando gracias a PISA. Hemos aprendido que la escuela proporciona los instrumentos necesarios para aprovechar la revolución tecnológica y afrontar la globalización. En las últimas elecciones alemanas, los liberales han basado su campaña en la educación y la digitalización. Esto es esencial, debería ser la primera tarea de un Gobierno, y así lo han entendido los votantes, que han aumentado su apoyo a los liberales. Por el contrario, los socialdemócratas hicieron hincapié en la desigualdad y mire lo que les ha pasado: han obtenido el peor resultado de su historia. Los ciudadanos se miraban entre sí extrañados, porque no se creen que seamos una sociedad en la que unos pocos estén acaparando toda la riqueza. Es una retórica que no se basa en los hechos.
En Estados Unidos sí que hay bas tan te más desigualdad.
Pero allí están también mejor dispuestos a aceptar las diferencias. El que alguien sea rico no se considera malo. Se entiende que ha trabajado mucho o que ha sido más emprendedor o más creativo. Aquí en seguida se murmura: “Lo que ha debido de robar”… Los norteamericanos alardean en público del dinero que tienen, eso se acepta. En Europa no. Hemos ido por otro camino, el del estado de bienestar, al que muchos se acomodan. En Alemania hay personas que han hecho una profesión de captar subsidios.
¿Y a qué atribuye la victoria de Trump?
Entre los habitantes del interior, de la América profunda, hay una amplia percepción de que los políticos de Washington no se preocupan de ellos. Son la casta… Exacto, pero no es un tema de desigualdad. Ya que estamos con Trump, ¿qué opina de su gestión? Menos mal que me pregunta por su gestión y no por sus modales…
Sobre sus modales no hay mucho debate.
Al principio me inquietaban sus ideas sobre el comercio, pero Estados Unidos dispone de un sistema muy eficaz de checks and balances [controles y contrapesos]. El presidente puede decir barbaridades, pero al final lo acaban poniendo en su sitio: si no son los senadores, son los congresistas y, si no, los jueces. En inmigración, por ejemplo, el Supremo ha parado sus iniciativas… Las instituciones están funcionando y eso me da confianza en que las cosas no van a derivar hacia el unilateralismo y el proteccionismo.
La pregunta sobre desigualdad que he transcrito más arriba tenía en realidad una segunda parte sobre los refugiados. Cualquier otro entrevistado habría aprovechado para dejarla sin responder, como si se tratara de un comprensible despiste. Pero ya les digo que Donges no elude meterse en ningún charco. “Si me permite”, me dice, “no toqué el tema de los inmigrantes antes”.
Adelante, adelante…
Angela Merkel se equivocó al lanzar el mensaje de que todos los refugiados eran bienvenidos. No sé por qué lo hizo, pero tengo una teoría: en Alemania siempre hemos tenido complejo de malos, por nuestro pasado nazi y por el papel intransigente que adoptamos durante la Gran Recesión. Queríamos que el mundo dijera alguna vez: “Qué buenos sois”, así que abrimos las puertas, y fue un error. En toda sociedad, por culta y abierta que sea, la capacidad de aceptación de lo extraño es limitada. A Trump lo estamos poniendo verde por el muro con México, no le dejamos colocar ni un ladrillo. Pero aquí nadie plantea tirar las vallas de Ceuta y Melilla. ¿Por qué? Porque tienen mucho sentido, y hay que decirlo. A mí me da la risa cada vez que paso por Cibeles y leo la pancarta que ha colgado la alcaldesa: Refugees welcome.
Manuela Carmena llegó con la ilusión de cambiar las cosas…
Europa no puede resolver los problemas del mundo. Yo soy partidario de una ley comunitaria de inmigración, porque una vez dentro de la UE ya vas adonde quieras. Hay que definir unos criterios de entrada, como en Canadá y como en Estados Unidos, y todo lo demás es hablar por hablar. Porque, ¿cómo integras a toda esa gente? No puedes y acabas dando alas a la extrema derecha, como hemos visto en las últimas elecciones alemanas.
El auge de Alternativa por Alemania es preocupante.
Ha entrado con fuerza en el Parlamento, pero el 60% de sus votos son prestados. Es gente que no se siente atraída por su programa, pero está enfadada con la clase política.
¿Quién va a gobernar?
Inicialmente, los socialdemócratas no querían reeditar la gran coalición, pero tras la falta de acuerdo entre liberales y verdes quizás reconsideren su posición.
Mi última pregunta es, inevitablemente, Cataluña.
Es difícil de entender que estalle un conflicto semejante dentro de la Unión Europea…
Los franceses están en contra de la secesión, los ingleses son más ambiguos y los alemanes, ¿qué opinan?
Tras el referéndum ilegal del 1 de octubre, diarios serios como el Frankfurter Allgemeine Zeitung compraron el relato independentista del Madrid opresor, pero eso ha cambiado. Fueron muy importantes las dos manifestaciones que organizó Sociedad Civil, la primera con la intervención de Mario Vargas Llosa, un hombre muy respetado en Alemania, y la segunda con los discursos de Josep Borrell y Francisco Frutos. Pero el que ha ayudado mucho en los últimos días ha sido Carles Puigdemont. Cuando se fue a Bruselas de ese modo tan raro, como si Barcelona no tuviera aeropuerto, la televisión informó de que había “viajado”. Pero tras la primera rueda de prensa que concedió ya solo se habla del “prófugo Puigdemont”. Muy a su pesar, está contribuyendo a mejorar la imagen del Gobierno español.