Hace algunas semanas me preguntó un ejecutivo de la banca alemana: ¿Por qué están ustedes tan empeñados en terminar con el bipartidismo, que es el sistema que mejor puede garantizar la estabilidad política en España? Le contesté que tampoco yo tenía claro qué es lo que en ese momento estaba pasando por la cabeza de mis compatriotas. Pero no cabe duda de que, el pasado día 20, los votantes, por razones muy diversas, expresaron su preferencia por un modelo político basado en un número elevado de partidos con representación en el Parlamento. Ahora bien, la mayoría de la gente se muestra también favorable a que se llegue a acuerdos entre dichos partidos. Es decir, tras haber manifestado que no quieren mayorías absolutas, dejan claro que los partidos, todos hoy con un número limitado de escaños, deberían llegar a algún tipo de pacto que permita formar un gobierno más o menos estable. Cuál sea el posible contenido de tal pacto es algo que, por el momento, queda en la indefinición, sin embargo. Y pensar que la mera buena voluntad de los partidos vaya a permitir diseñar un plan de gobierno que funcione de forma razonable tiene bastante de voluntarismo e, incluso, de ingenuidad.
El problema no es sólo que tal pacto sea, en las actuales circunstancias, muy complicado. El segundo tema es que, en el caso de que pudiera lograrse el acuerdo, sería preciso, para mantenerlo, renunciar a la posibilidad de aplicar la política económica que el país necesita en estos momentos.
Una amplia experiencia internacional confirma esta idea; con la agravante de que las dificultades de llevar a cabo un plan económico valiente son mayores cuanto más difícil es la situación económica de un país y más claro es el deseo de la población de que el Estado incremente sus programas de gasto tras unos años de relativa contención.
Reformas y estabilidad
Dos son los aspectos de la política económica en los que un gobierno basado en un acuerdo entre partidos suele obtener mediocres resultados: las reformas legales y la estabilidad de las finanzas públicas. La mayoría de los economistas españoles coincidimos en la idea de que, aunque la coyuntura económica ha mejorado a lo largo del último año de forma significativa, es preciso acometer reformas sustanciales que garanticen la prosperidad en el próximo futuro. Muchas son las instituciones que habría que cambiar en nuestro país para modernizar su economía; pero hay dos especialmente urgentes: el mercado de trabajo y la Administración Pública. Algo se ha hecho, aunque haya resultado claramente insuficiente en el primero de estos temas. Prácticamente nada en el segundo. La economía española crece al tres por ciento anual; pero seguimos con una tasa de paro superior al veinte por ciento; y la Administración Pública no ha sabido reinventarse como consecuencia de la crisis. Se han reducido algunas partidas del gasto y poco más. Cuatro años de mayoría absoluta y una fuerte crisis económica no parecen haber sido razones lo suficiente fuertes, por tanto, como para que el Gobierno realizara las reformas que el país necesita. ¿Puede alguien creer seriamente que tales reformas se plantearían siquiera como objetivo a alcanzar por un gobierno de coalición o por un gobierno minoritario condicionado por otros partidos?
El segundo tema es el gasto público y el equilibrio presupuestario. Existe una evidencia bastante fuerte en el ámbito internacional de que la forma más fácil de llegar a acuerdos entre los partidos que forman o un gobierno –o lo apoyan desde fuera– es ceder a las propuestas de gasto de cada uno de ellos. El resultado es, de forma casi inevitable, un crecimiento del gasto público que suele llevar a mayores déficit presupuestarios y a una deuda pública más elevada. No es casualidad que, a lo largo de muchos años, los países con mayor nivel de deuda pública en términos de PIB fueran, en Europa, Italia y Bélgica; dos naciones con gobiernos inestables, en los que ningún partido político conseguía una mayoría suficiente para gobernar sin llegar antes a pactos con otros partidos. El hecho es muy relevante para un país como España, en el que el problema del déficit público no termina de encontrar la solución definitiva y la deuda pública está ya muy cerca del 100% del PIB nacional. Lo que ha ocurrido, en los últimos meses, en las comunidades autónomas españolas en las que se han formado gobiernos sin mayoría absoluta no invita precisamente al optimismo.
Es, sin embargo, con estos mimbres con los que los partidos tendrán que tejer el cesto. No cabe duda de que los actuales políticos españoles no despiertan gran entusiasmo entre la población. Pero hay que reconocer que los votantes se lo han puesto difícil. Y estoy convencido de que la idea de muchos ciudadanos españoles de que el país necesita terminar con el bipartidismo puede resultar difícilmente compatible con otra preferencia clara de los mismos votantes: que los partidos negocien entre sí, lleguen a acuerdos y lleven a cabo las políticas económicas que el país necesita.