España acaba con las autonomías o las autonomías acaban con España. Éste es, desgraciadamente, el extremo al que hemos llegado con el malhadado experimento puesto en marcha por los constituyentes de 1978, cuyos orígenes conviene recordar. El Estado de las Autonomías no fue, como defienden cínicamente algunos políticos de hoy, una demanda del pueblo español para acercar la Administración al ciudadano, sino un chapucero invento (a mitad de camino entre el Estado unitario y el federal) impuesto por la clase política a pesar de suponer una clara involución histórica que nos devolvía a los reinos de taifas. Los motivos fuero variados. El primero fue contentar a los nacionalistas catalanes y vascos, a quienes, a pesar de representar a una minoría, se les otorgó ya carácter de representantes hegemónicos de sus respectivos pueblos. A la vez, de forma simultánea, se quiso disimular las concesiones a los nacionalistas con el disparatado “café para todos”, equiparando a todas las regiones. El segundo motivo, más frívolo, fue alejarse estéticamente de la idea de una España unida, que había sido elemento clave del franquismo. Por último, se quiso crear un aparato burocrático que diera de comer a los partidos políticos recién creados construyendo unas madrigueras donde pudieran lamerse las heridas si no alcanzaban el poder en las elecciones generales. El inteligente e imparcial Julián Marías ya lo percibió en aquel entonces: “No está claro si los partidos se han hecho para el país o el país para los partidos”.
El desinterés de los españoles por el Estado autonómico quedó de manifiesto en la escasa participación registrada en los referéndum que ratificaron los Estatutos de Autonomía: en las regiones que supuestamente clamaban desde hacía generaciones por la autonomía, Cataluña y País Vasco, la participación fue de sólo el 59,7% y 58,9%, respectivamente; en Andalucía votó el 53,5%; y en Galicia el referéndum del Estatuto sólo atrajo al 28% de los astutos gallegos (han leído bien: la abstención fue del 72%). Con estos datos, nuestra clase política decidió entonces no preguntar más al pueblo, por si acaso, e imponer los demás estatutos autonómicos por ley.
La desorientación de nuestros legisladores sobre el pasado y el significado de España quedó patente en el anteproyecto de Constitución propuesto como borrador por la Comisión constitucional en enero de 1978. Aunque parezca increíble, el texto omitía la palabra “nación” aplicada a España (¡una de las naciones más antiguas del mundo!) pero, sin embargo, recogía ya, sumisamente, el ambiguo término de “nacionalidades” regionales, de cuya peligrosidad nos advirtieron mentes preclaras y con sentido común como el propio Marías (que lo tildó de “inaceptable”), Fernández de la Mora o Federico Silva, tachados entonces de profetas del infortunio.
¿Cuáles han sido las dañinas consecuencias del Estado de las Autonomías? En primer lugar, las autonomías han exacerbado el nacionalismo de los sospechosos habituales, que en su lógica buscaban un hecho diferencial y no la homogeneidad del “café para todos”, y por otro lado, han creado artificialmente un sentimiento nacionalista en regiones donde éste era antes residual o sencillamente inexistente. En mi querida Galicia, donde hace 30 o 40 años se hablaba gallego y castellano de forma indistinta y con total naturalidad (el gallego más en las zonas rurales), los oportunistas de derechas se han sacado el “galleguismo” de la chistera y han comenzado a instrumentalizar el idioma como signo de identidad excluyente para mantenerse en la poltrona (polo pan baila o can). Es lógico que muchas regiones se hayan ido creyendo países. ¿Cómo no iba a ocurrir esto si se dotó a las autonomías de poder ejecutivo, legislativo y judicial y de bandera, himnos, héroes y días “nacionales” propios (inventados sobre la marcha, en ocasiones de forma completamente esperpéntica)? En segundo lugar, las autonomías han entregado la competencia de Educación en manos de los ambiciosos políticos locales. Como consecuencia de ello, en alguna regiones ha surgido una generación educada en la confrontación, en una fanática intolerancia identitaria y en un obsesivo odio a España, con una visión tergiversada, provinciana y pueril de la Historia. En tercer lugar, el Estado autonómico ha supuesto un enorme despilfarro de dinero público, una multiplicación burocrática sin precedentes plagada de duplicidades en instituciones, funcionarios y regulaciones, y una ruptura de facto de la unidad de mercado, con normativas absolutamente dispares en autonomías limítrofes y con total desaprovechamiento de economías de escala (la mitad de las Autonomías tienen menos de un millón de habitantes). Adicionalmente, unas cajas de ahorro transformadas en centros de poder autonómicos y gestionadas en muchos casos con criterios políticos por partidos y sindicatos han estado a punto de quebrar nuestro sistema financiero y han debido ser rescatadas (el rescate a la banca es en realidad el rescate a las cajas). Otro capricho más de la clase política pagado por el contribuyente.
En cuarto lugar, las autonomías han tenido mucha menor alternancia política que España en su conjunto, lo que ha alimentado una atmósfera enrarecida desde el punto de vista democrático y la creación de verdaderos regímenes de poder, origen de los mayores escándalos de corrupción de nuestra historia. Esta falta de alternancia ha sido particularmente aguda en el País Vasco y Cataluña (donde los partidos nacionalistas se creen propietarios del territorio), pero también en otras regiones: en Andalucía el PSOE ha gobernado casi 40 años ininterrumpidamente y en Castilla La Mancha y Extremadura casi 30 años, mientras que el PP ha gobernad Galicia y Castilla y León durante 30 años y Madrid desde hace 24. Por último, el Estado autonómico no ha producido convergencia económica alguna entre la España “pobre” y la España “rica”: en Andalucía le brecha de renta es hoy idéntica a la que había en la España unitaria de 1978.
Es fácil extraer estas conclusiones después de 40 años de experimento fallido. Mucho más mérito tuvo Julián Marías cuando lo advirtió en 1974 en un artículo profético: “La estructura regional de España (…) no puede ser homogénea. Crear una serie de unidades análogas (…) con la tentación de convertirse en minúsculos “Estados” que reproduzcan miméticamente las estructuras nacionales no llevaría más que a tres consecuencias: 1) Un inmenso despilfarro; 2) La multiplicación de una de las mayores plagas de nuestro tiempo, que es la burocracia; 3) Los reinos de taifas, el enquistamiento de cada región en sí misma”.
Intuyo que el desinterés de la mayoría de los españoles por el Estado de las Autonomías no ha cambiado desde 1978, lo que contrasta vivamente con el entusiasmo con el que lo defiende la clase política, que vive de él. Hace pocas semanas un periódico nacional realizó una encuesta online preguntando a sus lectores si estaban a favor o en contra del Estado autonómico. Aun con las cautelas debidas en estos casos, es reseñable que de las 70.000 respuestas recibidas, un 86% contestó que “el país funcionaría mucho mejor si hubiera un sol gobierno”.
Termino como comencé: o España acaba con el Estado de las Autonomías o el Estado de las Autonomía acaba con España, quebrándola en sentido económico y político. El interés nacional choca frontalmente con el interés egoísta de los partidos cuyas estructuras chupan, literalmente, de la teta del Estado de las Autonomías. Sea bienvenida toda recentralización que nos acerque a este objetivo, porque nuestro país no puede permitirse más este negocio de la clase política. Rechacemos el pesimismo (“esto ya no hay quien lo cambie”). Estamos ante una encrucijada histórica en la que nos jugamos nuestra supervivencia. Podemos hacerlo. Debemos hacerlo.