Hay demasiado ingenuo convencido de que la clave para resolver todo tipo de enfrentamiento es el diálogo. El pensamiento políticamente correcto imperante exige también creer en un dogma: el de la tolerancia. Pedro Sánchez, participa de ambas supersticiones, pues alardea de ser un firme partidario del diálogo como solución a toda controversia y, además, hace gala de ser un tolerante total. El motivo de su obsesión por dialogar con los independentistas es interesado. Si no logra pactar los Presupuestos del Estado con los nacionalistas tendrá que abandonar la Moncloa, lo que le llevaría a perder las múltiples prebendas de su cargo, como el Falcon.
Triste servicio el que Pedro Sánchez brinda a María Chivite, porque deberá imitar, le guste o no, la política del mandamás del PSOE. Así, si el secretario general quiere diálogo con los independentistas, su subordinada foral tendrá que hacer lo propio con los partidos homólogos nacionalistas en Navarra. Hoy quiero detenerme en el engaño que encierra el diálogo con el nacionalismo que desea Sánchez, porque me temo que en Navarra el PSN caiga también en esta trampa y ceda a los halagos de Geroa Bai y Bildu. Éstos son muy hábiles seduciendo la razón desde el sentimiento. Lo peor es que, visto lo que ocurre en el Parlamento foral, el grado de astucia entre los equipos que pudieran pactar un nuevo cuatripartito (con los socialistas dentro) es muy diferente.
Tomaré como referencia Cataluña. El diálogo con un nacionalista presupone concederle, de entrada, que puede tener parte de razón. La asimetría de los planteamientos es tan manifiesta que debiera evitarse la negociación. Que nadie se engañe, los nacionalistas catalanes están decididos a seguir con la violencia, en sus diferentes expresiones, para conseguir la independencia. Es falso ese supuesto ‘derecho a decidir’, porque es incompatible con la Constitución, norma suprema que es un patrimonio inviolable de todos los españoles y de modo especial de los catalanes no independentistas. Alguien tendría que escribir sobre el sufrimiento de los no nacionalistas por el acoso que sufren en su tierra desde un soberanismo radical e implacable. Por ejemplo: ¿por qué un español que vive en Cataluña no puede optar a que la lengua vehicular de la enseñanza sea la española? Sin embargo, es fácil que el tolerante Sánchez se deje fascinar por un simulacro de éxito: el logro de un acuerdo. Autosugestión por la que acceda a aprobar un pacto ambiguo respecto a la Constitución, que dé más alas a los independentistas.
Esta cesión se haría en un diálogo, en el que una parte soportará lo indecible, mientras que la otra no aguantará nada y, además, agitará la calle sin tregua para forzar su ventaja. ¿Es inteligente negociar en esas condiciones? Compadezco el perjuicio que la política de Sánchez puede causar en el PSN, pues repercutirá en sus resultados electorales, tal como ha sucedido en Andalucía.
Mientras no entendamos el significado profundo que encierra el nacionalismo, tampoco estaremos convencidos de nuestra obligación por derrotarlo. Quiero cerrar el artículo con la alusión a esta ideología que hizo el judío austriaco, famoso escritor y activista social, Stefan Zweig. “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.