Hace unos días, en el transcurso de un acto sobre despoblación rural celebrado en La Moncloa, la escritora Ana Iris Simón pronunció un aclamado discurso que no dejó indiferente a nadie. Dicho breve discurso -de menos de 5 minutos de duración- sirvió para generar un inmenso debate económico, político y filosófico desde medios de comunicación hasta grupos de WhatsApp. Ana Iris Simón, conocida a raíz del enorme éxito de Feria –libro del cual recomiendo encarecidamente su lectura- hizo referencia a la supuesta contraposición de la “aldea global” y la “aldea real”, a la necesidad de una fuerte regulación del precio de los alquileres, a la inminente necesidad de mayores ayudas fiscales a la natalidad, a la necesidad de oponerse a la globalización y revertir la desindustrialización, etc. Si no lo han visto aún, recomiendo que vean el discurso y juzguen ustedes mismos. Aún si les desagrada el discurso de Ana Iris -como es mi caso- les recomiendo que no por ello dejen de leer Feria, ya que mientras la obra de la escritora puede enmarcarse en el contexto normativo de la narrativa autobiográfica, el discurso salta de lo emocional a lo prescriptivo y de la crítica parcial y el enfoque reformista a una enmienda a la totalidad del sistema global. Si hay algo sobre todo que no comparto con Ana Iris -en este caso incluyo obra y discurso- es la idealización forzada de un pasado idílico inexistente en los términos relatados por la escritora. Al menos, a nivel de sociedad y no desde el punto de vista particular.
Aunque parezca lo contrario, hoy no escribo para criticar o matizar el discurso de Ana Iris. Escribo a raíz de una preocupación mucho mayor, que me surgió en los días inmediatamente posteriores a la prédica de la escritora, y a raíz de las reacciones de gran parte de la derecha “liberal” al mismo. Si han seguido relativamente de cerca el debate en torno a esta cuestión se habrán percatado al igual que yo de que gran parte de la derecha -e incluso el centro- “liberal”, se levantaron, en redes y medios, a aplaudir el discurso de Ana Iris. Estuve algún tiempo buscando razones por las cuales gente que se caracteriza por defender el liberalismo económico y, en gran parte, social, podía verse representada por el discurso de Ana Iris. Es como si te disparan y en vez de llorar del dolor, lo haces de la emoción. Un sinsentido.
Mi primera reacción fue pensar que parte del centro liberal y la derecha aplaudían el discurso de Ana Iris como aplaudirían cualquier crítica fuera de guion al Gobierno y en particular, a su máximo estandarte, Pedro Sánchez. Descarté esta tesis automáticamente en cuánto observé que muchos periodistas, politólogos, escritores, etc. de marcado carácter liberal no solo aplaudían el discurso por su coyuntura y efecto, sino asimismo por su contenido. En ese momento me vino a la mente. Es la nostalgia, estúpido. La generación y promoción de mitos y heroicidades pasadas sirve para erizar la piel y humedecer los ojos de los más nostálgicos, por mucho que dichos relatos sean falsos parcial o completamente. El problema real viene cuando gran parte de la sociedad comparte dicha nostalgia y la canaliza a través de demandas políticas de retorno a tiempos supuestamente mejores. Demandas de abandono de la modernidad y la mejora del nivel de vida general por unas expectativas de mayor seguridad y estabilidad que, supuestamente, ofrecía el pasado.
En esta columna no les voy a aburrir con datos mostrando como el salario medio, la esperanza de vida, el nivel de alfabetización, la movilidad geográfica y laboral, etc. han incrementado notablemente en España desde los años 70, o cómo la mortalidad infantil, la pobreza o la exclusión social se han reducido estrepitosamente desde aquella supuesta belle époque castiza. Hoy, en cambio, quiero pararme a reflexionar por qué ha surgido y surge en gran parte de Europa un deseo, canalizado a través de la política, de retorno a tiempos pasados y reversión de la globalización e internacionalización de las sociedades. No se trata de mera nostalgia contemplativa, sino de una tentación reaccionaria.
Si hay algo que debe preocuparnos acerca de dicho reaccionarismo es el hecho de que, en las últimas décadas, y con especial fuerza en el último lustro, se haya consolidado como un fenómeno político transversal, que no depende de bloques morales ni de preferencias políticas. Es una tentación de base sentimental que surge del sentimiento de desprotección y alimentó, alimenta y alimentará crisis de expectativas y de representatividad como las que llevamos años viendo a lo largo y ancho de Occidente.
Insisto: el renacer de la nostalgia reaccionaria se sostiene sin duda sobre la(s) crisis de las expectativas. El desagrado de gran parte de la ciudadanía con el discurso meritocrático, la constante apelación por parte de esa misma sociedad a chivos expiatorios exteriores a los cuales culpar de nuestros problemas para no tener que reflexionar, la hiperpolitización de la sociedad o la rápida transmisión de la información y los bulos. Estas son solo algunas de las causas que a lo largo de los últimos años han ido generando una tendencia a la preferencia por tiempos pasados idealizados y ha añadido peso a los extremos del tablero político que, a su vez, en muchos casos, han alimentado, engordado y desatado el discurso reaccionario.
Previamente a los años 70, España vivía en una sociedad cerrada. Viajar al extranjero era carísimo y las ciudades europeas vecinas eran desconocidas por la mayoría de los españoles. La llegada de la democracia y la posterior adhesión de España al proyecto europeo común fueron lentamente cambiando las percepciones de la sociedad en muchos aspectos. El abaratamiento del acceso inmediato a la información, la comunicación instantánea, la mayor accesibilidad a viajar al extranjero por su reducción de costes y aumento de facilidades… Todo ello, unido a un debate político más amplio, con más altas miras y, sobre todo, centrado en el futuro, generaron expectativas socioeconómicas que gran parte de la población considera incumplidas. Esto llevó a la irritación y exasperación de la sociedad, que fue concentrando acumulativamente dichos sentimientos hasta el inicio de la pasada década, cuando el 15-M dio paso a la nueva política y cabida al discurso nostálgico en España, que luego ha sido también explotado -barnizándolo de nacionalismo y proteccionismo económico y social- por parte de la derecha nacionalpopulista. La transversalidad del discurso nostálgico-reaccionario es un peligro real para el progreso presente y futuro de las sociedades liberales y abiertas, en el sentido popperiano del término.
La determinación y el compromiso occidentales por la apertura de las sociedades tras la Segunda Guerra Mundial ha de prevalecer. Solo a través de dicha apertura logramos comprender el mundo, acceder a más bienes y servicios o ser más empáticos y solidarios con el residente allende de nuestras fronteras. Es decir, ser más ricos como sociedad. Por ello debemos evitar las reagrupaciones tribales, nacionales o ideológicas frente al falso enemigo de la modernidad o al chivo expiatorio exterior.
Los liberales debemos defender la ilustración (con mayúscula y minúscula), la globalización, la libertad de mercado, el orden espontáneo, las sociedades abiertas… en definitiva, debemos defender el progreso frente a la reacción. La esperanza de futuro frente a la nostalgia del pasado. Por ello, hoy más que nunca, debemos alzar la voz frente a la tentación reaccionaria.