La sesión de investidura y votación de hoy no ha resultado ni la mitad de interesante que la de ayer. En consecuencia, Sánchez aún habrá de esperar un par de días para tomar uno de los dos caminos de la encrucijada en la que espera desde hace tres meses. Exactamente los mismos que podía haber tomado hoy. Bien erigirse en oficiante y contrayente en el matrimonio de conveniencia —civil, por supuesto— con Podemos y quizá algún que otro socio separatista, bien repetir la cita electoral.
Por el contrario, la sesión de investidura de ayer fue fascinante. Fascinante se trata de un buen adjetivo, porque se asemeja a fascista, pero no tiene absolutamente nada que ver. Esta confusión terminológica se ha hecho harto frecuente en España en los últimos años: son incontables los individuos y colectivos a los que se les ha llamado fascistas, sin que lo fueran, e, incluso, sin que lo pareciesen. El lenguaje puede resultar traidor o, mejor dicho, serlo quienes lo emplean, como quedó perfectamente escenificado ayer en el Congreso de los Diputados.
Fue especialmente esclarecedora a este respecto la intervención de Albert Rivera, quien manifestó con gran vehemencia que a todo el que se opone al PSOE de Sánchez se le tacha de fascista, pues este “necesita que haya muchos fascistas en España”, por cuanto la moderación de la sociedad impediría un gobierno socialista. El aludido, a su vez, le espetó al líder de Ciudadanos que, para ellos, “las feministas son fascistas” y que, en definitiva, “todos son fascistas menos la ultraderecha”. Por su parte, para los nacionalistas, el Estado español es esencialmente fascista, y así sucesivamente.
Se observa así un empleo indiscriminado del término como arma arrojadiza por excelencia para acallar enemigos, rehuir la refutación de sus argumentos y, a ser posible, sepultarlos. Así, todos los rivales políticos e ideológicos de la izquierda pasan por fascistas, lo que otorga a este bloque carta blanca para tomar las medidas pertinentes con las que hacer frente a tan terrible amenaza.
Violencia contra el discrepante
La sociedad española todavía no es consciente de la peligrosidad de este movimiento estratégico, pero haríamos bien en vislumbrar sus últimas consecuencias o, al menos, sus estados avanzados de evolución —o involución, según se mire. Un buen ejemplo lo brinda EE.UU., donde los grupos autodenominados Antifa (de Antifascist) hacen uso habitual de la violencia contra aquellos que discrepan ideológicamente de sus postulados izquierdistas. ¿Su justificación? Que estos emplean un ‘discurso violento’. De esta manera, al igualar ‘discurso’ y ‘violencia’, la respuesta apropiada, e incluso proporcional, es la violencia. Algo harto preocupante dado que la clasificación como ‘violento’ es completamente subjetiva… En realidad, no hace falta cruzar el charco para observar este modus operandi. Véase lo ocurrido en el Orgullo, o Alsasua, o Rentería, o a simpatizantes y militantes de Vox por toda la geografía española… Un argumento más a favor de la libertad de expresión que, por definición, no es violenta, sino que, precisamente, se articula para evitar otro tipo de confrontación que no sea la dialéctica.
Convendría desterrar este proceder, especialmente en sede parlamentaria, o bien enriquecer con otros vocablos el debate político y de las ideas —raramente de la mano. Léxico que, por otra parte, ya existe, pero que en ocasiones parece olvidado. Un buen ejemplo lo constituye el que empleó Abascal ayer, quien, haciendo referencia a la “visión totalitaria de la sociedad” de Sánchez, en lugar de fascista, tildó de ‘comunista’ al posible gobierno de coalición, cooperación, o lo que surja, PSOE-Podemos. ¿Será ese el motivo de que Sánchez no se dignase a replicar al dirigente de Vox?
En definitiva, cuando el término ‘liberal’ es patrimonio de todos, no lo es de nadie. Hasta Sánchez se proclamó como tal en su día, cuando quizá al otro lado del Atlántico le califiquen así, pero en España se adscribe a los ‘progres’ de toda la vida, y de los rancios —y las rancias. Lo mismo ocurre con la denominación de ‘fascista’. Seguro que alguien se lo podrá llamar de este modo, pero no a todos. De lo contrario, estimado lector, tenemos un problema, porque entonces, aunque no lo sepas, tú y yo también somos fascistas. ¿Y quién no?