La crisis de legitimación de las democracias liberales o, mejor, su cuestionamiento por los populismos emergentes de izquierda y de derecha se suele achacar a dos factores básicos: a la inseguridad económica derivada de la Gran Recesión y al sentimiento de amenaza generado por la inmigración. Ambos hechos son percibidos por amplios sectores de la población como problemas estructurales con una trayectoria ascendente frente a los cuales los partidos tradicionales y su clase dirigente no son capaces de proporcionar una respuesta. Este enfoque supone asumir la existencia de una creciente desconexión entre las preocupaciones e intereses de las élites políticas que han dominado la escena pública y las de los ciudadanos a los que representan.
Ese hipotético divorcio entre la sociedad civil y la sociedad política tiene muchas causas pero una de ellas es la profesionalización de la vida pública. En su célebre conferencia de 1919, La política como vocación, Max Weber distinguía entre quienes viven para la política y quienes viven de la política. Si bien las personas ubicadas en cualquiera de esos dos arquetipos pueden estar guiadas por los mismos y, sin duda, nobles objetivos (servir a la ciudadanía), las restricciones e incentivos que determinan el comportamiento de unas y otras son muy diferentes y, por tanto, producen resultados distintos.
En términos históricos, la política como una carrera profesional en sí misma está ligada a tres elementos básicos: la extensión del sufragio, el paso de la democracia parlamentaria a la de masas y la expansión de la esfera de actuación del Estado. El primero acabó con un sistema dominado por notables cuya seña de identidad era la independencia económica; el segundo hizo de los partidos el instrumento fundamental para reclutar la dirigencia, y el tercero amplió de manera extraordinaria la capacidad de las formaciones partidistas para proporcionar estatus e ingresos a sus miembros y simpatizantes.
Como en cualquier otro oficio, las personas dedicadas a la cosa pública tienen un interés común: prosperar y sobrevivir en el mercado. Además, han de hacerlo en un entorno de alto riesgo, en tanto la conexión entre su gestión y su recompensa o penalización es siempre incierta. Ello concede una fuerza enorme a los aparatos de los partidos. Son estos los que determinan quién se beneficia de las victorias y quién subsiste en caso de derrota. Ello genera una evidente distorsión en el concepto tradicional de representación, a saber: el empleador de los políticos profesionales no es el votante sino el partido. En última instancia es este quien decide algo esencial: su futuro laboral y su remuneración. Cuando la profesionalización de la res publica se convierte en regla, las diferencias ideológicas entre los partidos persisten, pero se crea también un clima de solidaridad, un cierto espíritu de clase interpartidista, cuyos integrantes se consideran un colectivo distinto de “los de afuera”. Esto se traduce en la propensión a crear un cartel que erige barreras cuya finalidad, consciente o inconsciente, está orientada a elevar el coste de oportunidad de los potenciales competidores, de los outsiders. Las listas cerradas y bloqueadas, los regímenes de incompatibilidades y otras trabas desincentivan la entrada en el mercado de individuos dispuestos a dedicarse, de modo temporal o permanente, a la cosa pública después de haber tenido una dilatada y exitosa trayectoria en el sector privado.
La consolidación de un modelo de esas características acaba por generar una brecha entre representantes y representados. Sin otra experiencia profesional desde la juventud a la madurez que la derivada de la carrera política, el diálogo entre quienes desempeñan esta y la ciudadanía es cada vez más difícil, porque sus idiomas e intereses no son los mismos. Esta situación abre una ventana de oportunidad a la emergencia y crecimiento de los movimientos populistas, que a priori se convierten en los paladines de las demandas y preocupaciones del hombre común que se considera olvidado por la clase política imperante. Lo irónico es que los dirigentes de esas formaciones son a su vez políticos profesionales cuya naturaleza no es diferente a la de aquellos a quienes aspirar a desplazar.
Las críticas al profesionalismo político son un tema recurrente y gozan de una larga tradición. Son evidentes las patologías que aquel produce, pero tampoco cabe obviar que es la consecuencia de la propia evolución de los modernos sistemas democráticos. Parece claro que el retorno a un sistema político de corte censitario es imposible e indeseable; la igualdad política es una conquista irrenunciable e irreversible. Los partidos ni pueden ni deben ni van a desaparecer en las sociedades pluralistas. Son un mecanismo básico de canalización de las ideas e intereses de la ciudadanía…
Sin embargo, sí es posible paliar algunas de las deficiencias del vigente esquema para revitalizar la democracia representativa e incentivar la incorporación de los mejores a la política. A modo de ejemplo, la introducción del sistema mayoritario por distritos uninominales facilitaría la relación entre elegidos y electores y el control de los representantes, y restaría poder a la burocracia partidista. La sustitución del vigente régimen de incompatibilidades por un esquema basado en la transparencia abarataría el coste de oportunidad de quienes desempeñan otras actividades profesionales y, por supuesto, la reducción del tamaño del Estado menguaría el botín a repartir entre los partidos y desincentivaría la concepción de la política como una carrera de por vida.