Los que manipulan el mundo cuentan, sobre todo, con la falta de memoria de los hombres”, escribía hace casi medio siglo el gran filósofo Julián Marías, observador inteligente, imparcial y ejemplar en su buena fe. Pues bien: hagamos memoria. En 1985, a los diez años de la muerte de Franco, el CIS (entonces con cierto prestigio) realizó una encuesta sobre la figura del dictador. Recordemos que en aquella época el PSOE de Felipe González gozaba de un poder hegemónico con sus 202 escaños en el Congreso (mayoría jamás igualada), por lo que el CIS era poco sospechoso de ser franquista. Pues bien, el 70% de los españoles que contestaron a esa encuesta, con un recuerdo mucho más vivo y fundamentado de la época que hoy, opinaba que el régimen de Franco había sido o claramente “positivo para España” o una etapa “que había tenido cosas buenas y malas”. Preguntados sobre la sensación que les había producido la muerte del dictador, sólo el 11% respondía que alegría, mientras que el 55% recordaba que su muerte les había producido un sentimiento de tristeza, preocupación o miedo. Tan tarde como en 1995, una nueva encuesta del CIS mostraba, nada más y nada menos, que un 30% de los españoles pensaba, veinte años después de su muerte, que Franco había sido “uno de los mejores gobernantes que había tenido España en este siglo”.
¿Era lógica esta relativa popularidad de que gozó la dictadura franquista entre el pueblo español? Desde el punto de vista económico, nadie cuestiona el éxito del régimen, que facilitó la creación de una amplia clase media por primera vez en nuestra historia: aun contando con todas sus fragilidades y rigideces, el hecho es que entre 1950 y 1975 el PIB per cápita español creció a un ritmo medio del 6% anual en términos reales (frente al 1,5% del período democrático). Esto significó multiplicar por cuatro el poder adquisitivo del ciudadano medio en una sola generación, un logro que Julián Marías, poco sospechoso de ser franquista (fue encarcelado durante unos meses), describiría con razón como “un cambio económico espectacular que nunca habíamos conocido en nuestra historia”. La tasa de desempleo medio del final del franquismo rondó el 4% (frente al 17% de media desde 1978 hasta hoy), la deuda pública era de sólo el 8% del PIB (frente al 100% de hoy), la Administración del Estado funcionaba con menos de 800.000 funcionarios (frente a los 3.000.000 de hoy) y se pagaba la mitad de impuestos que hoy. Otra fuente de popularidad del régimen radicó en el orden público (la tasa de criminalidad y la población reclusa eran, entonces, un tercio y un cuarto de las que tenemos hoy, respectivamente), y también en el escaso nivel de corrupción, tema que ni siquiera saldría a colación en las primeras campañas electorales de la democracia.
En definitiva, en 1975 los horrores de la guerra y la dura represión de la posguerra habían terminado décadas atrás, España había gozado de un largo período de paz y prosperidad y los españoles vivían reconciliados sin remover el pasado. Por último, la hoy incomprensible carencia de libertad política y las restricciones a la libertad de opinión no eran óbice para que el grado de libertad personal en la vida cotidiana de los españoles fuera equiparable al de otros países occidentales. El propio Marías observaba curiosamente que la ausencia de libertad política “importaba muy poco a los españoles”, mientras que “la libertad social y personal se ha multiplicado y, siempre que no se trate del poder público, el español puede hacer, en muy alto grado, lo que quiera”.
En este contexto tuvo lugar la Transición a la democracia sin interrupción ni ruptura legal alguna, que coronó en una Constitución abrumadoramente refrendada por los españoles (la Constitución de 1931 de la Segunda República, por el contrario, jamás se sometió a referéndum). Por ello, por venir nuestra democracia “de la ley a la ley” del franquismo, la indudable legitimidad del régimen democrático del 78 está ligada indisolublemente a la legitimidad que se otorgue al régimen anterior.
Quien demoniza por sectarismo, afán de poder o ignorancia el régimen del que proviene nuestra democracia y que, como testimonian los datos y la opinión de la mayoría de españoles que lo vivieron, tuvo sus largas sombras pero también sus luces, socava los cimientos legales y morales del vigente sistema de libertades democráticas que todos debemos defender.
Una característica esencial del llamado “consenso” de la Transición fue que los partidos políticos se negaron a rehabilitar la memoria de la Segunda República o a considerar la democracia del 78 heredera de aquella. Quizá por aquel entonces se recordaba mejor que la Segunda República, lejos de ser una democracia normal, había sido un período convulso y había terminado convertida en una anarquía violenta y pre-revolucionaria en la que una izquierda de ideología totalitaria había tomado el poder después de unas elecciones hoy demostradas fraudulentas. Por ejemplo, en 1936, en plena “normalidad republicana”, un grupo de policías y escoltas de dirigentes socialistas secuestró a cara descubierta y asesinó con total impunidad de dos tiros en la nuca (como ETA) al líder de la oposición derechista.
Pues bien, los que hoy dirigen la izquierda española han decidido reivindicar ese período lleno de odio, muerte y miseria y declararse herederos de la izquierda violenta, totalitaria y disgregadora de aquella época. La falta de respeto a la verdad siempre se paga. El consenso y el espíritu de concordia de la Transición, reflejo (que no causa) de una concordia que ya existía en la sociedad española, son hoy atacadas por la alianza entre el actual (e irreconocible) socialismo, el comunismo leninista bolivariano y el separatismo provinciano y plañidero de siempre.
El ariete con el que amenazan con destrozar nuestro Estado de Derecho es la ley de Memoria Histórica creada por el siniestro Zapatero (asesor del dictador comunista de Venezuela), mantenida incólume por el estafermo de Rajoy (el que calla, otorga) y radicalizada por el vividor sin escrúpulos que aún padecemos como presidente interino.
“Himalaya de falsedades”
Besteiro, líder socialista moderado de los años 30, primero apartado por sus camaradas más radicales y luego injustamente encarcelado tras la Guerra Civil, denunció el Himalaya de falsedades que había inventado la izquierda del Frente Popular (la alianza de 1936 entre PSOE, comunistas y separatistas catalanes, valencianos y gallegos, exactamente igual que hoy). Casi un siglo más tarde ese cúmulo de mentiras se ha convertido en la verdad oficial para el lavado de cerebro de la población y el cambio de régimen.
El espíritu de concordia imprescindible para la convivencia en cualquier nación tiene que estar basado en un asentado relato del pasado, compartido a grandes rasgos (respetando siempre la libertad de opinión) pero, ante todo, fiel a la verdad, sin paréntesis, sectarismos ni posturas maniqueas. Ninguna nación sobrevive en paz si una parte de sus dirigentes se dedica a falsificar la historia con contumacia para lograr sus espurios fines. En la Transición el pueblo español despreció a estos agitadores embusteros y sembradores de odio. Es imprescindible que hoy hagamos lo mismo.
Alexander Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura, superviviente de los campos de concentración del comunismo soviético y gran defensor de la libertad, afirmaba que la tiranía necesita siempre de la mentira. Espero que para cuando las nuevas generaciones de españoles descubran que sin verdad no hay libertad no sea demasiado tarde.