En un célebre tuit el presidente de Estados Unidos escribe: “Las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. Esta belicosa afirmación es interpretada por sus admiradores como una estrategia de presión para promover un desarme arancelario total y por sus detractores, como la evidente expresión de su concepción del comercio mundial como un juego de suma cero, fundamento de su visión proteccionista. En cualquier caso, Trump ha roto con la agenda liberalizadora del comercio, desarrollada por América desde el final de la Segunda Guerra Mundial, basada en un proceso de negociación multilateral. Ha puesto en marcha un imprevisible y agresivo unilateralismo en expresión de Jadish Bhagwati.
La base de la política comercial de la Administración norteamericana es la creencia presidencial de que los déficits comerciales son malos por definición y, en el caso de América, la consecuencia de acuerdos injustos de los que han abusado sus socios y competidores. Eso es una falacia. El teorema de identidad de la balanza de pagos enseña que el saldo exterior de una economía depende de la relación ahorro-gasto, es decir, si el segundo es superior al primero, existirá un desequilibrio exterior que habrá de financiarse con un superávit en la cuenta de capital. Esta es la realidad de Estados Unidos desde 1976.
El proteccionismo trumpiano se ha materializado ya en la elevación de los aranceles a las importaciones de acero y aluminio que afectan a un amplio grupo de países, pero su incidencia global no es significativa. Sin embargo, persiste una justificada incertidumbre sobre la potencial extensión de ese tipo de medidas a otros sectores y países. En paralelo, la evolución del conflicto con China es imprevisible. Existe un claro riesgo de que esa situación conduzca a una guerra comercial cuyos efectos sobre la actividad económica mundial serían desastrosos. Esta afirmación precisa un cierto desarrollo.
A corto plazo, un arancel sobre las importaciones se traduce de manera clara en una reducción del poder de compra de los hogares porque el encarecimiento de los bienes comprados al exterior recorta su renta disponible. Esto incide de modo negativo en el consumo. El hipotético desplazamiento de este y de la producción hacia la demanda doméstica al elevarse el precio de las importaciones dependerá de la sustitubilidad entre los bienes producidos en casa y los importados. En el mejor de los casos, este es un proceso lento y de resultados dudosos dado el peso del consumo privado en el PIB estadounidense. Además, los aranceles elevarían los costes de producir bienes intermedios y, por tanto, afectarían de manera negativa a la inversión doméstica. Por último, las represalias de los perjudicados por la protección reducen por definición las exportaciones del país que las adopta.
Por añadidura, en un escenario de incertidumbre sobre la evolución futura de la política comercial, los hogares y las empresas propenden a ahorrar más e invertir menos. Los mercados responden a esas menores perspectivas de crecimiento del PIB con un ajuste a la baja del precio de las acciones y de los bonos, lo que hace disminuir la riqueza financiera de las familias y de las compañías, potenciando el descenso de la actividad económica. Esta tesis es aplicable a cualquier guerra comercial y en la actual crisis se ve avalada por un reciente estudio del BCE (“Macroeconomic Implications of Increasing Proteccionism”, Economic Bulletin).
En ese trabajo se realiza una simulación sobre las consecuencias de una guerra comercial de dos años de duración entre Estados Unidos y China. El supuesto base es la imposición por el Gobierno americano de un arancel del 10% a todos los bienes chinos, acompañado por una respuesta igual del Ejecutivo de la República Popular. De entrada, la acción estadounidense encarece las exportaciones chinas a América y a la inversa, pero abarata las de otros países tanto a Estados Unidos como a China, ampliando el mercado exportador en ambos estados para terceros países. Estos se benefician de la dispersión del comercio creada por la subida de las barreras arancelarias. ¿Cuáles son las consecuencias para las potencias beligerantes?
Por lo que se refiere a Estados Unidos, el BCE estima una caída de su PIB de 1,5 puntos en el primer año de las hostilidades comerciales. El descenso de las importaciones no puede ser compensado por un aumento de las exportaciones. La posición exportadora neta de América se deteriora, las empresas invierten menos y el paro se incrementa, lo que se traduce en un descenso de la demanda doméstica y del crecimiento de Estados Unidos. El ajuste al nuevo contexto es gradual pero, al finalizar las hostilidades, el PIB norteamericano es un punto más bajo que al iniciarse aquellas.
En un principio, la batalla comercial tendría un impacto positivo en el PIB chino, si bien este tendería a debilitarse. En el primer año, el consumo y la inversión caerían, pero se verían compensados por las ganancias netas obtenidas por sus exportaciones. China vendería menos bienes a Estados Unidos pero ganaría mercado en otros países. Además, ceteris paribus, la capacidad de la economía china de expandir su demanda interna, vía consumo, es superior a la norteamericana. El gasto de los hogares en la República Popular es bajo en términos comparados. En otras palabras, la tesis conforme a la cual un conflicto comercial entre América y China tendría como ganador a la primera es muy discutible.
Dicho lo anterior, el deterioro de la confianza generado por el conflicto sería muy negativo para la economía global porque desencadenaría una severa reacción de los mercados. Se produciría un endurecimiento de las condiciones financieras internacionales que costaría al PIB mundial 0,75 puntos y al norteamericano 0,5 puntos. El empeoramiento de la coyuntura internacional terminaría por ser un duro golpe para China. En suma, nadie gana, todos pierden. La hipotética “victoria” de Trump en ese singular combate sería en el mejor supuesto pírrica.