El comunismo no es una idea moderna o avanzada, como lo quieren vender sus líderes, sino, en muchos aspectos, un retroceso a situaciones que vivió la humanidad y que transformó precisamente para evolucionar.
Los militantes de estas causas izquierdistas no son ningunos visionarios. En verdad, añoran viejos tiempos que, en su imaginación, resultaban mejores que los de ahora. Por ejemplo, la idea de la agricultura a pequeña escala con comunidades que comparten los medios de producción, conviviendo en una solidaridad entre familias extendidas —que en realidad vivían de formas muy primitivas— representa un sueño para los comunistas.
Otro consiste en la desaparición del dinero. Echan de menos los tiempos del trueque. Lenin dijo: “Si quieren acabar con el capitalismo, hay que acabar con el dinero”.
Los jóvenes comunistas de hoy no son futuristas emocionados por crear, sino que fabulan con volver a épocas en las que la cadena productiva se reducía a la mínima expresión, y casi todo lo que se generaba se destinaba al consumo inmediato.
El comunismo no se trata de una idea progresista. Ni tampoco nada elaborada, sino que, más bien, recurre a lo básico, a las experiencias que se tienen, sin entender en absoluto cómo se rige el mundo. Su estrategia pasa por apelar a los sentimientos, a lo que surge de la intuición, en vez de a la razón.
Todos nacemos y crecemos en ambientes familiares que se desenvuelven en una especie de régimen comunista. En la casa, una autoridad —nuestros padres— decide qué se hace, cuánta comida se compra, en qué se gasta el dinero, etc. Y funciona. En la familia no se alquila el televisor, ni la cocina, ni hay que pagar por la cama y el techo. Los padres se encargan de proveer, y los hogares se desenvuelven muy bien.
Muchos creen que eso que surte efecto a pequeña escala también puede hacerlo en una grande. Que debe haber una autoridad que, a ejemplo de los progenitores, decida en una sociedad todos los aspectos importantes de la vida de los individuos. Y que, igual que ocurre en las familias, todos los bienes se han de repartir sin esperar nada a cambio.
El comunismo se trata de una idea muy primitiva, en la que el mundo puede equipararse a las familias
En ese sentido, puede entenderse el comunismo como una idea muy primitiva, intuitiva, de gente que cree que el mundo puede equipararse a las familias. Además, se trata de una involución, un añorar lo pasado, volver a la agricultura rudimentaria, al trueque, a simplemente subsistir.
La gente se mueve por ideas, no solo por cuestiones materiales. A la gente le gusta pensar en mundos utópicos. Y estas ideas básicas en las que se encuentra algún punto de comparación se utilizan para prometer fantasías, donde todos tienen una propiedad y la comida está siempre al alcance, donde hay un padre —el Estado— que vela por los hijos y les da según sus necesidades.
Los comunistas toman partes de experiencias que el común de los mortales conoce para crear la quimera de un paraíso en el que todo mejorará. Pero lo cierto es que ahí donde se aplican sus ideas, siempre llega la desgracia. Cuanto más comunista se muestre un país, más pobreza habrá. No es casualidad que todas las naciones que adoptan esas políticas terminen sufriendo de escasez, inflación y miseria. Se trata de la ley económica.
Los comunistas, a pesar de haber causado la muerte de más de 100 millones de personas, siguen moviendo masas. Y eso ocurre porque las pasiones y los sentimientos movilizan, porque las utopías animan a la gente, porque el miedo a la incertidumbre resulta difícil de sobrellevar, y ellos prometen calma y seguridad.
Nuestra lucha, que no se dirige precisamente contra los comunistas, sino más bien hacia nuestra libertad, nuestra vida, y el derecho a disfrutar de lo que conseguimos con nuestro trabajo, pasa por entender que a los ciudadanos los empujan las emociones, que vibran con pasiones y que, por lo tanto, nuestra estrategia discursiva debe recoger también eso. Hay que hablar con la verdad y basándonos en los hechos, pero también apelando a los sentimientos.
Hay que destruir cada uno de los falsos cuentos de hadas con los que han conquistado a tantos, pero nosotros también tenemos que emocionar y hacer creer a los demás en la esperanza de un mundo mejor.