Al margen de los aspectos morales y sociales indeseables que todo caso de corrupción conlleva, el comportamiento de los políticos corruptos puede ser estudiado con las herramientas que nos proporciona la teoría económica para analizar estrategias y tomas de decisión por parte de quienes intentan lograr determinados objetivos, sean éstos poder, influencias, dinero… o las tres cosas al mismo tiempo.
Hace ya casi medio siglo, Gary Becker elaboró un modelo muy interesante sobre el comportamiento maximizador de utilidad de los delincuentes. En este modelo, quien viola la ley es, en la mayor parte de los casos, una persona racional que intenta mejorar su situación cometiendo un delito. Naturalmente violar la ley puede tener costes, a veces muy elevados, para quien delinque. Por ello quien se plantea enriquecerse de forma ilegal tiene que calcular los costes y los beneficios esperados de su acción. Para simplificar, supongamos que tales beneficios son exclusivamente económicos; es decir, el delincuente –y el político corrupto, sin duda, lo es– lo que busca es dinero. Pero corre siempre el peligro de ser perseguido y sancionado por ello. Debe, por tanto, estimar también los costes esperados de su acción, que se determinan por la pena con la que puede ser castigado multiplicada por la probabilidad de que sea descubierto y condenado.
La lógica nos sugiere que esta persona, cuyos principios morales no parecen desempeñar un papel muy relevante en su vida, cometerá el delito si los beneficios que piensa conseguir son superiores al coste esperado de su conducta.
Ahora bien, cuando se estudian los casos más relevantes de corrupción de políticos españoles en los últimos años –Noos, Gurtel, EREs de Andalucía, Pujol, Bárcenas, etc, etc.– se observa que, muchas veces, la estrategia de los políticos ha sido poco brillante; a veces realmente torpe. Y esto puede resultar sorprendente, porque muchos de los implicados son, sin duda, gente inteligente y con una formación al menos suficiente como para haber sido conscientes de lo que estaban haciendo y de los riesgos que corrían.
En otras palabras, ¿por qué el coste esperado del delito no les llevó a tener un comportamiento más honrado o, al menos, a robar con mayor cuidado y disimulo? Se me podrá objetar que de tipos como Roldán y otros semejantes no se podían esperar muchas sutilezas a la hora de llevarse los cuartos a casa. Y es cierto; pero también lo es que muchos otros no son así y han actuado, sin embargo, de una forma igualmente poco sofisticada.
Para intentar resolver esta cuestión hay que hacer una matización importante en nuestro modelo básico: la probabilidad de la que estamos hablando es una probabilidad subjetiva. Es decir, no se trata de que, como ocurre, por ejemplo, cuando tiramos un dado, sepamos que la probabilidad de que salga el 3 es de 1/6. En el caso de los delincuentes, cada uno debe estima hasta qué punto es posible que la policía y los jueces lo persigan y lo condenen. Y parece claro que nuestros políticos corruptos han infravalorado seriamente esta probabilidad.
Daniel Kahneman –el único psicólogo galardonado con el premio Nobel de economía– y su colega Amos Tversky analizaron, hace algunos años, el problema de formación de probabilidades subjetivas y elaboraron una amplia casuística de los errores que mucha gente comete a la hora de adoptar decisiones y de calcular los posibles efectos de cada una de ellas. Pero pienso que nuestro caso no precisa de análisis en exceso sofisticados que pongan en cuestión la racionalidad de los sujetos en su vida cotidiana. Creo que podremos entender un poco mejor la corrupción en España si incorporamos a nuestro análisis una idea bastante simple: la sensación de impunidad que, durante muchos años, han tenido algunos políticos a la hora de orientar su gestión hacia su beneficio particular. La estimación a priori de la probabilidad de ser castigado tras cometer un delito es subjetiva, como hemos dicho. Pero se forma, en parte, desde las experiencias del pasado. Si un político ha visto –o, al menos, intuido– que otras personas con cargos públicos se han llevado mucho dinero sin que les pasara nada, es racional que piense que a él le va a ocurrir lo mismo y esto le lleve a minusvalorar el coste esperado de sus corruptelas.
Los escándalos y los juicios que cada día aparecen en los medios de comunicación han hecho, sin embargo, que las expectativas sean hoy diferentes. No estoy diciendo, ciertamente, que la honradez y la decencia vayan a imponerse entre todos los que se dedican a la vida pública. Pero, ya que parece que no es fácil cambiar la naturaleza humana, saquemos, al menos, una conclusión positiva. Si la sensación de impunidad desaparece de la escena política española, debemos esperar que quienes se plantean enriquecerse con el cargo eleven, a la hora de hacer sus cálculos, el valor de la probabilidad de ser sancionados. Y, si lo hacen, lo pensarán mejor antes de meter la mano en la caja y el número de casos de corrupción, se reducirá. No es la mejor razón para dejar de robar, ciertamente. Pero es, sin duda, la más convincente para los potenciales corruptos.