El sistema de inmigración existente en España, al igual que en otros estados desarrollados, incentiva los flujos migratorios de los buscadores de rentas, lo que contribuye a generar una creciente hostilidad hacia aquellos en amplios segmentos de las sociedades receptoras. Ante esta situación se plantean dos opciones divergentes: la de quienes defienden en nombre de criterios humanitarios y de solidaridad una política de puertas abiertas con escasas o laxas restricciones, y la de quienes proponen el endurecimiento de las condiciones de entrada de los extranjeros en sus respectivos países. Ninguna de estas fórmulas permite una diferenciación efectiva entre la inmigración económica y la que no lo es o, aunque sea una incorrección política, entre la buena y la mala.
De entrada, el acceso a un amplio catalogo de prestaciones y servicios sociales en la mayoría de los estados avanzados genera un poderoso efecto llamada sobre la inmigración improductiva. Esto se acentúa en el supuesto en el que, incluso los ilegales, reciben significativos beneficios en metálico o en especie, muchos de ellos por un espacio temporal indefinido. Por eso, la atracción de flujos migratorios cuya finalidad es contribuir a crear riqueza y a mejorar sus condiciones de vida a través del esfuerzo y del trabajo exige una revisión radical y restrictiva de su capacidad de acceder a los programas del estado de bienestar.
En 1991, el Nobel de Economía, Gary Becker sugirió la creación de un nuevo marco regulatorio, basado en el mérito y en el mercado, que permitiese evitar los problemas y la discrecionalidad derivados de la selección por los Gobiernos de los individuos a los que se permite acceder a un país. Su tesis es que la venta del derecho a inmigrar aumentaría la eficiencia económica, incrementaría los ingresos fiscales, mejoraría la calidad media de los inmigrantes y reduciría de manera sustancial la inmigración ilegal. Por añadidura, un modelo de esta naturaleza contribuiría a que los políticos y la opinión pública contemplasen la inmigración como un beneficio neto para los Estados que la reciben (Becker, G., “El desafío de la inmigración: una solución radical”, IEA, 1991).
Según un esquema de esta naturaleza, los extranjeros pagarían una tarifa al Gobierno a cambio de obtener un permiso de trabajo y residencia durante cinco años renovables y su importe podría regularse de acuerdo con la edad, la educación o cualquier otro criterio. La comisión de cualquier tipo de delito conllevaría la expulsión y la imposibilidad de recuperar la tarifa satisfecha para trabajar en el país anfitrión. En este marco, la reunificación familiar no podría realizarse en el primer quinquenio de estancia y, a partir de ese momento, quien desease hacerlo habría de satisfacer una tarifa adicional por cada miembro del grupo familiar.
Parece obvio que la compra de derechos de inmigración estaría vetada a todos los demandantes que tuviesen antecedentes penales, fuesen o hubiesen sido miembros de organizaciones terroristas, portasen enfermedades contagiosas o, aunque resulte controvertido o rechazable, no estuvieran en condiciones de realizar las actividades físicas o mentales necesarias para ganarse la vida. En otras palabras, el estado receptor tiene un amplio abanico de alternativas para diseñar un sistema de inmigración acorde a la medida, es decir, acorde a sus necesidades y preferencias.
Una crítica clásica a esta iniciativa es que el establecimiento de una tarifa como la escrita puede ser inasumible para los inmigrantes pobres o con baja cualificación. Sin embargo, los que entran en un país de manera ilegal suelen responder a esa tipología y aun así pagan cantidades exorbitantes a las mafias, incurriendo en enormes y conocidos riesgos. Ahora bien, la venta de derechos de inmigración crearía un mercado para hacer viable su compra a las diversas modalidades demandantes.
Las instituciones financieras y los empleadores prestarían sin duda fondos para adquirirlos. Los inmigrantes utilizarían los mayores salarios que percibirían en el país anfitrión en relación a los percibidos en el de origen para hacer frente a esos préstamos. A modo de muestra. Los trabajadores mexicanos con green card en Estados Unidos ganan 20.000 dólares al año más que en México. Eso sin contar la ayuda que proporcionarían (ya lo hacen) las redes familiares, comunitarias o las entidades filantrópicas.
Si el precio del derecho a inmigrar fuese igual o algo superior al cobrado por las mafias, estas se quedarían fuera del mercado o verían sustancialmente reducida su cuota. Las razones son claras. Quienes desean inmigrar preferirán satisfacer los costes de penetrar legalmente en un país que arriesgarse a perder su inversión y a encarar el peligro de ser deportados si utilizan medios fuera de la ley. Al mismo tiempo, la ilegalidad dificulta las opciones de conseguir un empleo, encontrar un lugar donde vivir o tener un permiso de conducir. Por último, los canales legales abren más opciones que los ilegales para lograr los ingresos necesarios e incluso endeudarse para hacer frente al pago del coste de inmigrar.
En suma, la venta de derechos de inmigración genera ingresos para las arcas públicas lo que reduce los costes (reales o percibidos) para la población nativa, esto es, se produce una mejora paretiana o un juego de suma positiva en el que todos ganan; impone un mecanismo de selección que no depende, definido el marco legal, de las decisiones arbitrarias de los Gobiernos; permite reducir la inmigración ilegal y las mafias criminales que la gestionan, e incentiva la atracción de flujos migratorios que realizan una contribución neta al país de acogida. Esta solución radical, como la definió Backer, es el mejor camino para abordar una de las grandes preocupaciones de las sociedades modernas.